LIBERAL SIN NEO
La impunidad de la “protesta” criminal
La hidroeléctrica Sac Já, S.A, en Purulhá, Baja Verapaz, tenía siete años de operar con todas las de ley, en tranquilidad con las comunidades colindantes. En marzo, empezaron a recibir llamadas amenazantes, de personas que decían ser de la cooperativa Monte Blanco, que no colinda con la hidroeléctrica y queda a cuatro horas caminando. En abril llegaron unas doscientas personas, una turba, que con violencia e impunidad, destruye las tomas de agua y canales. Los personeros de Sac Já presentaron denuncia en el MP de Salamá, Gobernación Departamental, Copredeh, PDH, Comisión Presidencial del Diálogo y otras dependencias gubernamentales. Algunas agencias gubernamentales le exigen a Sac Já que demuestre que tiene todos los permisos, licencias y trámites para poder operar. En otras palabras, investiga a la empresa agredida, en lugar de investigar a los agresores, que han invadido propiedad privada y han cometido vandalismo y destrucción con violencia. Los entes burocráticos luego dictaminan que “hay conflicto” y se establece una “mesa de diálogo” con todas las comisiones mencionadas, más representantes de varios ministerios y otras dependencias estatales.
Por parte de la cooperativa Monte Blanco asisten a la mesa de diálogo dos indígenas que no hablan español, no saben a qué van ni saben que quieren. Los asesora una abogada, que también es asesora de la Federación de Cooperativas de las Verapaces, que instruye a los representantes de Monte Blanco a decir que la hidroeléctrica se encuentra en tierras ancestrales. De pronto, el Gobernador Departamental le informa a la empresa que Monte Blanco le ha comunicado que se “rompe el diálogo” porque la empresa los ha amenazado. La firma ha dejado de operar desde hace cuatro meses, provocándole pérdidas de US$1.7 millones.
El lunes 30 de julio, llega a la hidroeléctrica Sac Já una turba duplicada de unas 400 personas, hombres encapuchados, mujeres y niños. Con violencia, agreden y secuestran a los policías, lanzan al barranco a unas mujeres policías y se dedican a la destrucción, que la empresa estima en US$1 millón. La turba pone a las mujeres y niños al frente, mientras los encapuchados agreden a los policías y les roban las armas. Con la destrucción y el “conflicto”, la empresa acumula pérdidas de US$2.7 millones, equivalente a Q20 millones. Tiene deudas con varios bancos y está al borde de la quiebra, mientras que las múltiples comisiones y procuradurías, “llaman al diálogo”. Las oenegés de siempre, denuncian que no debe “criminalizarse la protesta”.
El primer mensaje que queda absolutamente claro es que el crimen paga, queda impune, se victimiza y conduce al diálogo, escenario propicio para la extorsión legalizada. Aquí no hay tal protesta, es un acto criminal meticulosamente planificado por manipuladores profesionales que persiguen sus propios fines. De ninguna manera puede verse este caso como una protesta pacífica con reclamos legítimos. Es intimidación pura, agresión violenta y destrucción de propiedad privada. Aquí no corresponde diálogo fantoche; tiene que aplicarse la ley con rigor y prontitud.
Este no es un caso único, es uno de muchos que ocurren cotidianamente en el territorio de Guatemala. El sistema premia y protege a estas organizaciones criminales, “aparatos clandestinos” —y no me refiero a las mujeres y niños que ponen al frente— que curiosamente, ciertas agencias internacionales vinieron a Guatemala a investigar y desarticular. Tristemente, en lugar de desarticularlos se toman fotos con ellos en cócteles y eventos. Aquí no hay misterio, está todo clarísimo.