CATALEJO
La Democracia necesita orden
Una de las palabras más manoseadas de la historia humana es Democracia. Todos se autocalifican de demócratas: nadie osa llamarse a sí mismo antidemocrático, dictatorial o cualquiera de los sinónimos del término. Desde el principio de su uso, en la Grecia Clásica, varios siglos antes de Cristo, ese “gobierno del pueblo” era un concepto no incluyente a mujeres y esclavos, es decir a la mayoría de la población. Con el paso de los siglos, los tipos de gobierno monárquicos, hereditarios, no podían entender siquiera el concepto, sobre todo en aquellos casos de una alianza político-religiosa, con lo cual encajaba perfectamente el concepto de la intervención de Dios para escoger a quienes tendrían a su cargo la conducción de los reinados.
En los tiempos actuales, al término democracia se le define como una forma de gobierno producido por elecciones libres directas o indirectas, con separación de Estado e Iglesia, y la participación de partidos políticos, en los cuales teóricamente descansa la organización interna de la cual saldrán los aspirantes a cargos públicos luego de una especie de noviciado político e ideológico. Pero en las últimas décadas han surgido en Latinoamérica y en Guatemala, sobre todo, una proliferación no de partidos sino de primitivas tribus políticas, porque giran y son financiados por un individuo desesperado por ocupar la presidencia. Por eso, cuando se logra esta meta la horda política autodenominada partido, simplemente desaparece en la lontananza histórica.
Democracia, entonces, no es un término cuyo significado implique la libertad sin control de todos para dirigir un país. Para asegurar su permanencia y, por ello, el beneficio nacional, necesita poner límites a ciertas libertades individuales. En el caso de Guatemala, hay dos ejemplos: uno, la limitación de ser electo como presidente a los ciudadanos menores de 40 años, es decir a la mayoría de la población nacional. Dos, la prohibición a un militar de ser candidato antes de pasar cinco años de su retiro del ejército. La primera razón es obvia: sería ilógico tener a un candidato de 19 años. Y la segunda se debe a evitar la costumbre de saltar del cuartel a la casa presidencial, como ocurrió en varias ocasiones durante los gobiernos castrenses entre 1966 y 1982.
Hay una polémica actual sobre la idea de abrir aún más las facilidades para crear un “partido político”. Temas como el de agrupaciones étnicas, por ejemplo, pueden aumentar el caos actual del Congreso, sobre todo si además se aplica un porcentaje mínimo de mujeres, no porque la idea de la inclusión femenina en las curules sea mala, sino porque en las actuales condiciones de Guatemala no parece haber suficientes personas interesadas en la política —no en la politiquería— y además con la preparación educativa y conocimiento para borrar la lamentable huella de la participación de la mayoría de mujeres participantes en la política guatemalteca.
Esto no se debe a su condición de mujeres, sino a compartir los defectos de los hombres, lo cual no tiene relación con el ahora conocido como género. Lo mismo puede indicarse a partidos políticos étnicos, con el agravante de la gran diferencia lingüística. A mi juicio, estos ejemplos comprueban la necesidad de normas en el ejercicio de la democracia, para asegurar el orden —o más bien eliminar el desorden. No veo por qué no se pueda colocar un término mínimo de existencia —cuatro años— antes de la participación electoral de un partido, esto en vista de la situación real del país en este tema, desde 1996. La democracia, sin orden, no funciona. Y sin educación de los ciudadanos, lleva dentro de sí misma el germen de su propia destrucción.