EDITORIAL

La Constitución está en grave riesgo

Guatemala afronta desde hace algunos días el grave pero poco analizado y comprendido riesgo de que la Constitución Política de la República se convierta en un documento que mantenga muchos de los elementos necesitados de reforma pero agregue alteraciones a los textos que son positivos. Esto se debe a que es ingenuo pensar que existe la seguridad necesaria de que los diputados al Congreso resistirán la tentación de abstenerse de hacer cambios no consensuados entre los diversos sectores nacionales.

La presentación del plan de reformas, generalizada hace pocos días con la presencia de los presidentes de los organismos del Estado, constituyó un acto que no garantiza que la diferencia en los textos constitucionales nazca a la vida política sin efectos colaterales negativos y de consecuencias impredecibles para la vida futura del país.

El accionar de los diputados en los casi nueve meses de este parlamento otorga razones suficientes para permitir a la ciudadanía estar segura de que habrá cambios adicionales desconocidos por ahora, sobre la base de que el Congreso tiene la potestad de hacerlos, a lo que se unirá —poca duda cabe— el criterio de que son simples recomendaciones y no tienen obligatoriedad ni son vinculantes los acuerdos a los que se llegó durante las numerosas reuniones efectuadas en la capital y la provincia.

Una reforma constitucional como la que ha sido acordada abre la puerta a la duda de la necesidad de hacerlo, porque los criterios de esa carta magna no han sido desarrollados en su totalidad. Aun aceptando que son necesarios, es indispensable un pacto político, no en el seno del Legislativo, entre los diputados de los partidos representados en el pleno, sino entre estos y los numerosos sectores sociales participantes en la redacción de las modificaciones.

Este pacto es simple: los legisladores deben comprometerse a aprobar solamente los cambios ya consensuados. No actuar como en el caso referente a los acuerdos de paz de 1996, rechazados por los participantes en el plebiscito, a causa de la absurda decisión de agregar muchos otros y dividirlos en grupos, con el objetivo de forzar la aprobación simultánea de alteraciones que solo beneficiaban a los partidos o a pocos grupos socioeconómicos.

De no ser así, es seguro que esas reuniones no dejaron de ser un ejercicio inútil que por ello solamente afianza el rechazo a la clase política, cada vez más desprestigiada a consecuencia del transfuguismo, la falta de responsabilidad en el ejercicio de sus posibilidades legales y de su actuación como integrantes de un parlamento. Esto provocará, cuando el Congreso irrespete los acuerdos sociales, un incremento de la inestabilidad política del país.

De nada sirve comentar los beneficios de los cambios sugeridos si persiste esa duda y los temores que provoca. La única salida constituye lograr la presión popular a los diputados por todos los medios posibles. Una constitución, en sí, no resuelve muchos de los problemas del país, pero si ha sido mal redactada porque el idioma ha sido mal empleado y porque haya intenciones aviesas, con toda seguridad complicará la vida cívico-política de Guatemala.

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