TIEMPO Y DESTINO
En honor de la judicatura
El deterioro de la imagen de la administración de justicia en Guatemala se ahondó durante el conflicto armado interno, porque fueron tiempos trágicos de violaciones constantes a los derechos humanos, fundamentales y no fundamentales, por parte de las autoridades, lo que causó estupor e indignación en la conciencia del mundo civilizado, por cuanto los engranajes de la justicia no funcionaron como como era obligado. O bien, porque no funcionaron.
Aquel estupor continúa, ya no por la guerra interna que terminó hace veinte años sino por la sobrevivencia de un sistema delictivo que revela una fuerza superior a la del Estado. Es el sistema que permite calificar en el extranjero a Guatemala como un Estado en crisis.
En el 2000, cuatro años después de firmada la paz, habían aumentado dramáticamente las amenazas de muerte contra magistrados, jueces, fiscales, defensores de los derechos humanos, periodistas, alcaldes, concejales, y otras personas más cuyas actividades profesionales o políticas trascendían al conocimiento público. El recuento de esos hechos cometidos ese año incluye el asesinato a tiros de 13 abogados y varios fiscales que participaban en investigaciones contra el crimen.
Y en los dos años pasados (20015 y 2016) diez abogados fueron asesinados con armas de fuego, uno estrangulado y otro degollado: en 2015 Franklin Mauricio Rodríguez Martínez, el 21 de marzo, en Jutiapa; Francisco José Palomo Tejeda, el 3 de junio, Marco Vinicio Álvarez Paz, el 14 de julio; Luis Fernando Espaderos Lorente, el 1 de julio; Julio Abelino Marroquín, estrangulado, el 30 de agosto, todos en esta capital; Roberto Rolando Álvarez Hernández, el 23 de septiembre, en San Benito, Petén; y Darwin Manfredo Morales Portillo, en aldea La Palma, Zacapa, el 31 de octubre. En 2016 fueron asesinados José Francisco Yax Ajpacajá, el 3 de febrero, en Jutiapa; Rafael Cárdenas Miranda, el 19 de abril, en Chiquimula; José Roberto Pereira Paredes, el 26 de abril, en Cobán, Alta Verapaz; Miguel Eduardo Recinos Méndez, el 9 de mayo en Jalapa; Víctor Hugo de León Morales, el 27 de junio, en San José Pinula, Guatemala, y Leonel Alberto Orellana Barrera, el 12 de julio, en Jalapa.
La nómina de crímenes como esos es más larga todavía; pero, lo que interesa resaltar es que bajo las condiciones que prevalecían durante el conflicto armado interno era muy difícil aplicar la ley, tal como debió ser aplicada, a los casos concretos, porque los operadores de justicia eran algo menos que esclavos del sistema de represión o que, por el origen de sus nombramientos, o por convicciones propias, compartían la política y las tendencias criminales de los Gobiernos; a pesar de lo cual hubo jueces y magistrados que intentaron hacer justicia y algunos pagaron con sus vidas el atrevimiento. Otros sobrevivieron.
En nuestros días sucede algo parecido. El Organismo Judicial, al igual que los otros organismos del Estado, ha sido penetrado en algunos puntos vitales por profesionales del Derecho que no tienen limpias las manos ni la conciencia. Son pocos, aunque suficientes para que la opinión pública vea con recelo la administración de justicia.
Los motivos de fractura judicial en los días presentes son una amalgama de intereses políticos, enriquecimiento ilícito y el constante intento de perturbar procesos de gran impacto que afectan a otrora poderosos funcionarios, civiles y militares. Pero, al mismo tiempo debe ser reconocido que a partir de 2006, año en que principió a funcionar la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, en estrecha colaboración del Ministerio Público, la administración de justicia está adquiriendo un nuevo rostro, y ya casi nadie está por encima de la ley. Lo prueba el hecho —entre otros más— de que hay una prisión especial en la ciudad de Guatemala, abarrotada de exfuncionarios, civiles y militares, todos a la espera de sus respectivas sentencias penales. Sentencias que darán una idea de cuáles son los cambios en la administración de justicia.