BIEN PÚBLICO
El lastre de la desigualdad social
De acuerdo con mediciones internacionales, Guatemala es uno de los 10 países más desiguales del mundo: hay acá quienes lo tienen todo, mientras otros tienen casi nada o nada. La información que se puede obtener de la Encuesta de Condiciones de Vida de 2014 revelaba que los ingresos del 1% de los guatemaltecos más ricos sumaban más que el total de ingresos del 42% más pobre de la población guatemalteca.
En 2016, el 80% de los salarios de Guatemala oscilaban entre los Q414 y Q2,709 mensuales. Las diferencias en la calidad del trabajo y en el salario son los factores que más determinan la desigualdad en Guatemala. Sin embargo, hay otros componentes. Cuando hablamos sobre la desigualdad social nos referimos a cómo grupos de población reciben un trato diferente, por cualidades particulares —ingreso, raza, idioma, lugar de nacimiento, género— al momento de distribuir los recursos económicos, los bienes y servicios públicos e incluso los espacios de poder en una sociedad. La desigualdad es resultado de prejuicios que configuran una cultura dominante que los aprueba y reafirma tanto en lo público —educación, salud, empleo, participación política, por ejemplo— como en lo privado —relaciones jerárquicas, privilegios fiscales, entre otros—.
La desigualdad puede observarse en lo concreto. En el caso de la educación, la pobreza fue la causa que obligó al 67% de las niñas, niños y adolescentes a no inscribirse en el sistema educativo en 2014. Asimismo, en las pruebas de lectura realizadas anualmente en castellano, los niños indígenas tienen entre cinco y 10 puntos menos de entrada que sus pares no indígenas. La desnutrición crónica y la mortalidad materna e infantil también se ensañan más con la población indígena.
La política fiscal puede ayudar a disminuir las desigualdades por medio de la ejecución de políticas públicas. Sin embargo, estudios revelan que el Estado guatemalteco invierte muy poco en las personas y lo hace de manera desigual. Por ejemplo, por cada quetzal ejecutado en hombres, el Estado destina consistentemente solo 87 centavos en mujeres. El limitado tamaño de la administración púbica —menos del 15% del producto interno bruto— y una visión acotada para atender a población urbana, no indígena, es decir una práctica discriminatoria indirecta, ha hecho que esta focalice sus inversiones en cuestiones básicas e insuficientes para combatir la desigualdad: educación primaria, paquete básico de salud para mujeres embarazadas, atención a los primeros mil días de los recién nacidos. La política fiscal guatemalteca es tan débil que su impacto en la disminución de la desigualdad es mínimo.
En síntesis, la persona que tiene menos educación, menos salud y está más desnutrida; la que se insertó al mercado laboral de manera temprana y sin contrato de trabajo; la que es mujer, indígena y vive en el área rural, está destinada a ocupar los peores trabajos y los salarios más míseros, a no tener voz ni voto en la sociedad y a transmitir su pobreza y desigualdad a las siguientes generaciones. Y el círculo nocivo continúa.
Guatemala es un paraíso desigual. La desigualdad es un lastre para la democracia y la economía. Toca mitigarla. Esto requerirá importantes cambios. Distribuir mejor la riqueza —mejorar salarios—; universalizar y mejorar los bienes públicos; cobrar impuestos de manera más progresiva —quien tiene más, paga más—; y eliminar el juego sucio de los privilegios. Los guatemaltecos deben exigir un cambio en el modelo económico y fiscal actual hacia uno que promueva más igualdad.
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