ENCRUCIJADA
Ejecutivo débil
A Guatemala no le conviene un presidente agotado, presionado y emocionalmente vulnerable. No le conviene una presidencia sin iniciativa, con pocos márgenes para implementar sus políticas y sujeta continuamente a vetos provenientes de otros poderes o grupos. Un régimen republicano y democrático, con balances entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, requiere cierta fuerza política del presidente, sujeta al estado de derecho y al juego democrático.
Lo que se percibe es una presidencia débil, que no es solo o principalmente el resultado de la personalidad del actual presidente. La historia de los presidentes guatemaltecos desde que se estableció un régimen democrático en 1985 no es una historia de presidentes fuertes con poder para encarrilar a Guatemala por un nuevo sendero exitoso de transformaciones para favorecer a la mayoría de la población guatemalteca. No han tenido la fuerza, la capacidad o la orientación para hacerlo. Ello no debiera atribuirse solamente a las características personales de los presidentes. Sus equipos han fallado; la institucionalidad del Estado ha fallado. Hemos tenido varios presidentes mal asesorados y vetados o cooptados por fuerzas corporativas privadas, tradicionales o emergentes, en ocasiones reforzado por la ausencia de mayorías parlamentarias y por diputados corruptos. O hemos tenido presidentes sometidos a ideologías extremas que han buscado debilitar al Estado mediante la privatización y la subcontratación de servicios públicos. Y la Constitución, mediante candados legales, ha limitado de partida la posibilidad de que el Estado cuente con más recursos y le cedió al Congreso el control del presupuesto.
El problema es que aunque hemos tenido presidentes sin suficiente poder para impulsar transformaciones y políticas serias, al menos un caso —Otto Pérez— apunta a que al mismo tiempo existía la posibilidad de abusar del poder con propósitos de beneficio personal. Había insuficiente poder para impulsar cambios nacionales pero poder de sobra para lograr beneficios privados. El control y fiscalización del uso de recursos no era adecuado. Sólo en el último año y medio el organismo judicial, con el apoyo del MP y de la CICIG, ha irrumpido con enjundia para detener el abuso del poder con propósitos personales o políticos. La elección de Jimmy Morales se inserta dentro de esa nueva etapa.
El problema es que a pesar de estar en presencia de un poder judicial en ascenso, el mayor balance que debiera favorecer un poder ejecutivo fuerte no se vislumbra. Y el Congreso tendrá que esperar hasta el 2019 para renovarse. Podrá entonces, con legitimidad, contribuir al balance de poderes.
Con el fortalecimiento del poder judicial ya no debieran existir grandes temores de que el poder ejecutivo del futuro se utilice más para el beneficio personal que para contribuir a los grandes cambios que requiere Guatemala. Impulsar estas transformaciones, de manera gradual pero decidida, requiere una presidencia más sólida, con más orientación política y apoyo técnico, menos dependiente de la personalidad del Presidente. Se requiere un respaldo institucional para favorecer no solo el propio desempeño del presidente sino también al gabinete en su conjunto, operando como equipo de ministros de Estado y no solo como ministros de cada cartera individual. El poder ejecutivo requiere una reingeniería. Crear un ministerio de la presidencia, con una pequeña masa crítica de personal calificado no sujeto a relevos con cada gobierno, podría ser un punto de partida.
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