EDITORIAL

Una emergencia que a muy pocos preocupa

Es un absurdo total envenenar a diario, cada hora, cada minuto un recurso vital y cada vez más escaso como el agua. Suena a locura, a maldad, a necedad. Pero es exactamente lo que sigue ocurriendo en Guatemala: siguen corriendo afluentes fétidos y cargados de basura, generados por los mismos guatemaltecos. Con frecuencia se registran protestas de vecinos para exigir mejora en el servicio de agua potable, pero nunca se ve a nadie salir a la calle a exigir que construyan una planta de tratamiento de desagües en su localidad. Pululan urbanizaciones y lotificaciones, sobre todo en la provincia, que dirigen sus tubos de desagüe hacia la cuenca más cercana sin tomar responsabilidad alguna por la depuración de tales aguas.

Existen empresas responsables, sí, pero de poco sirve que unos cumplan si otros se lavan las manos con agua sucia. En mayo de 2006 se aprobó el Reglamento para las Descargas y Reúso de Aguas Residuales, el cual contemplaba la construcción de plantas de tratamiento municipales en todo el país. El objetivo era evitar que los desagües urbanos o industriales fueran a dar a cuencas de ríos y lagos. El fin primordial es asegurar la provisión de agua potable para las mismas comunidades, sobre todo aquellas que dependen de cuerpos de agua cercanos. Además se buscaba proteger ecosistemas que a la vez pueden ser fuentes de subsistencia y empleo, mediante la pesca, la agricultura y también el turismo.

La mediocridad y cortoplacismo de sucesivas autoridades ediles se ha conjugado con el clientelismo y la displicencia de funcionarios encargados de velar por la protección ambiental. No pocos alcaldes y diputados parecen creer que el tratamiento del agua para devolverla pura a los ríos constituye un lujo y no una necesidad.

Conforme se agrava la crisis de disponibilidad del recurso (y vaya si no se ha agudizado en la última década), sobre todo en áreas del Corredor Seco, aflora la necesidad de rescatar sus fuentes de aprovisionamiento. Y aún existe gente que ni así entiende la relevancia y seriedad del tema. El reglamento de 2006 ya iba desfasado, tomando en cuenta que la Ley de Protección del Medio Ambiente fue emitida en 1986. Pero se podía avanzar muchísimo. La obligación básica era que para el 2011 todas las municipalidades del país pudieran tener al menos una planta de tratamiento. Con múltiples excusas, tardanzas e ineficiencias, la obligación se ha prorrogado seis veces. En 2022 fue el último alargue, que fija el plazo para mayo de 2025.

Algo similar ocurrió con el Reglamento para la Gestión y Clasificación de Desechos Sólidos, emitido en 2021 y que debía cobrar vigencia en agosto de este año. Su vigencia fue pospuesta para febrero de 2025. Parafraseando un antiguo refrán, cabe decir que en materia de tratamiento de aguas y de desechos sólidos, el tiempo perdido hasta los ecosistemas y las mismas comunidades lo lloran. Basta ver cómo siguen llegando escorrentías pestilentes al lago de Atitlán, toneladas de envases plásticos a la desembocadura del río Motagua, al canal de Chiquimulilla o al lago de Amatitlán.

En el país existen unos cinco mil puntos de descarga de desagües, lo cual necesitaría el funcionamiento eficiente de al menos dos mil plantas de tratamiento. Sin embargo, solo funcionan 600 y para los próximos años se prevé la construcción o finalización de 50: un rezago que a estas alturas de la historia debería ser motivo de alta preocupación para la comunidad. Sin embargo no es así. Al menos hasta que falte el agua en la comunidad y la única fuente sean pozas llenas de miasmas.

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