EDITORIAL

Un brillante papel en la historia

Los grandes guatemaltecos nunca mueren: su legado queda vivo en sus obras, proyectos, emprendimientos, objetivos cumplidos y aportes a la construcción de una sociedad mejor. En el campo de las artes, tan golpeado por el ninguneo estatal, la inanición económica y los continuos pretextos burocráticos, el idealismo de María Teresa Martínez se saltó los muros de la indiferencia y la conformidad. A sus 84 años aún soñaba con seguir haciendo teatro y anhelaba montar una obra clásica, La vida de Inés de Castro, que necesitaba apoyo para vestuario, escenografía, producción y elenco. El apoyo nunca llegó, pero eso no le impidió emprender otros proyectos, continuar enseñando su fino arte e inspirando a nuevas generaciones de artistas escénicos.

Todavía queda fresco el recuerdo de cuando dirigía los ensayos de Don Juan Tenorio, en la casa Ibargüen, en la sala Manuel Galich de la Universidad Popular o en su casa, con memoria fotográfica del libreto y capacidad de reflejar en un holograma mental el tono, los pasos, los ademanes de cada personaje, sobre todo el de la bella y casta Inés, a quien ella dio rostro y carácter por tantos años.

Es penoso, lamentable, pero revelador, que cada talento artístico que fallece en Guatemala deja un vacío difícil de llenar, pero sobre todo pone en evidencia el prolongado descuido del cultivo de las expresiones estéticas. Las escuelas de arte del país pasan por precariedades debido al escamoteo de recursos en nombre de otras prioridades que igualmente quedan incumplidas. Por otra parte, los artistas sobrevivientes de la llamada época de oro del teatro guatemalteco susbsisten sin ningún apoyo económico ni iniciativas para reconocerlos en vida.

Pese a ello, María Teresa Martínez cumplió brillantemente con todos los papeles de su vida. No nos referimos solamente a los más de 300 personajes que representó en obras teatrales, dentro y fuera de Guatemala, sino también a sus roles de hija, hermana, madre, abuela, maestra de actuación de varias generaciones de artistas y, sobre todo, como guatemalteca digna, crítica de la mediocridad y de las cortapisas hacia las expresiones culturales.

Su partida deja un agujero en el corazón de quienes la quisieron, la admiraron, aplaudieron y disfrutaron de su conversación fluida, pletórica de recuerdos y anécdotas, especialmente aquellas que involucraban a su gran mentor, su padre, el actor Alberto Martínez Bernaldo, inmortal intérprete del Tenorio e incansable impulsor del teatro desde y a pesar de los tiempos de la dictadura de Ubico. De hecho fue justo entonces, en los meses previos a la Revolución de 1944, que María Teresa llegó a las tablas por primera vez. Se reía mucho al recordar que le tocó interpretar a un niño llamado Mayolín, pero los anuncios de prensa no dudaban en indicar que era interpretado por una talentosa niña sonriente.

Era una mujer de fe, ministra de la Eucaristía, lo cual evidencia que la excelencia en el arte no necesariamente entra en contradicción con la devoción. La generosidad para compartir conocimientos fue el principal apostolado de María Teresa, cuya partida es motivo de conmoción para el gremio teatral y el público que la seguía. Solía afirmar que “solo muerto uno ya no puede cumplir con el compromiso ante el público”, y que cualquier otra adversidad era superable para salir al escenario. Quizá sea esa su mayor lección: nunca rendirse, superar dificultades,
sonreír y seguir adelante aunque sobren motivos para llorar.

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