EDITORIAL
Reinventar una pasión
El primer paso realista en este momento sería redirigir la visión de este deporte competitivo e intenso hacia una axiología de integridad.
Los deportes de equipo, como su nombre lo indica, son desafíos de colaboración, estrategia, condición física y también liderazgo coherente. La integración de estos factores conduce a un desempeño óptimo, en el cual a veces inciden elementos externos como condiciones climáticas, estado del área de juego y hasta la psique de los participantes.
En el caso del deporte más popular de Guatemala y del mundo, el balompié, esta confluencia de elementos se refleja en los resultados de cada partido y de cada torneo. Las etapas semifinales y finales a menudo arrojan sorpresas, pero al analizar desempeños colectivos son resultados más bien lógicos, dados los indicadores numéricos de puntos.
Los equipos reflejan sentimientos gregarios, ya sea por simpatía, tradición o pertenencia geográfica, lo cual genera rivalidades, arengas y simbologías identitarias; así también la acción física sobre la cancha abona a este simbólico enfrentamiento de contrarios enmarcado en reglamentos que propician el juego limpio.
Es allí donde jugadores y equipos exhiben el estado real de su liderazgo, estrategia y espíritu deportivo, los cuales son nulos al momento de protagonizar agresiones y enfrentamientos a la vista de los aficionados, lo cual detona conductas antisociales y vergonzosas en los graderíos. Ejemplo reciente y lamentable son las trifulcas acaecidas en el juego de semifinal del torneo apertura entre Antigua GFC y Xelajú MC.
Esto se agrava y exhibe prioridades desviadas cuando se evidencia la inacción, apatía o indiferencia de autoridades deportivas, ya sea árbitros, cuerpos técnicos y funcionarios federados que no intervienen ni reportan para desescalar estos escenarios potencialmente trágicos.
Lo mismo vale decir de la utilización de insultos racistas, el lanzamiento de objetos a jugadores y hasta expresiones desaforadas de ira por parte de jugadores que supuestamente son profesionales, tal lo ocurrido con un portero que rompió varias sillas después de haber sido sustituido por su director técnico. En todos los casos se supone que son deportistas “profesionales”, pero el entrecomillado aparece o desaparece en tanto y en cuanto se conduzcan con propiedad y valores en todo ámbito, pero sobre todo a los ojos del público.
Por su prominencia a los ojos de miles de aficionados, así como sus familias, los jugadores, los dirigentes de equipos y también las autoridades de la federación guatemaltecos de futbol profesional deberían tomar la iniciativa de fortalecer la cultura de construcción de valores a través de la sana competitividad en este deporte tan seguido y admirado a pesar de tantos desencantos.
Niños y jóvenes necesitan de modelos cercanos, renovados y concretos de éxito futbolístico. Esto, por supuesto, debería abarcar la institucionalización de verdaderos semilleros de talento nacional con ese mismo fin: transformar la actual inercia del balompié nacional en una ruta de grandes sueños y objetivos tangibles. Hay talento, pero está lento su aprovechamiento.
En no pocas ocasiones, el futbol local ha sido ocasión de reiterados desencantos y hasta han existido politiqueros demagogos que ofrecen ir a un mundial, es decir, piensan en finales sin construir bases ni procesos. Pero el primer paso realista en este momento sería redirigir la visión de este deporte competitivo e intenso hacia una axiología de integridad, alto desempeño y responsabilidad como figuras públicas.