EDITORIAL

La epidemia que lleva décadas en el Istmo

Mucho tiempo antes de que el coronavirus azotara a la región centroamericana, con su cauda de sufrimiento, muertes, precariedad económica e impacto en los indicadores de desarrollo humano, esta ya era asolada por un síndrome, altamente dañino, de perniciosos efectos sociales y cuantiosas pérdidas nacionales, contagiado por individuos inescrupulosos que se insertan en organismos públicos con el único fin de enriquecerse ilícitamente y beneficiar a sus allegados, con los cuales llegan a crear verdaderas gavillas. Utilizan mecanismos en apariencia legales, pero fundamentalmente retorcidos e infames, para intentar que el expolio transcurra de forma asintomática.

Como si fuese una prefiguración del coronavirus, los indicios de esta infección son variables. Los mecanismos de saqueo se han disimulado de distintas maneras: concesiones de obra pública bajo pago de sobornos, sobrecostos de proyectos, malversación de fondos, otorgamiento de contratos a empresas de familiares o socios, cobro de comisiones por gestiones furtivas, pago por bienes y servicios que nunca se proveyeron y la lista continúa.
Los pueblos centroamericanos padecen a diario los graves síntomas de tan vil enfermedad, que se ha ido haciendo crónica, al no contar con un sistema de salud bien equipado, al tener un sistema educativo desvalijado y caduco, al tener tantas carreteras destruidas o jamás construidas -pero sí pagadas-, al persistir los indignantes indicadores de desnutrición crónica y aguda, al convertirse territorios completos en tierra de nadie o más bien en tierra de quienes compran la aquiescencia de autoridades venales.

La captura, el lunes último, de dos hijos del expresidente panameño Ricardo Martinelli en el aeropuerto La Aurora, pone de relieve esta dolosa realidad. Están señalados de haber lavado alrededor de US28 millones, producto de un soborno de la compañía brasileña Odebrecht a cambio de la concesión de obras, una práctica que también tiene su versión guatemalteca y cuyos responsables, entre exfuncionarios, exlegisladores y diputados actuales, aún no están todos encausados. Para más agravante, los Martinelli, solicitados en extradición por EE. UU., viajaban con pasaporte del improductivo Parlamento Centroamericano.

La corrupción no tiene signo político. El exmandatario salvadoreño Mauricio Funes, del izquierdista FMLN, habría enviado durante su Gobierno fondos malhabidos a Guatemala, en donde habría contado con los servicios de un operador de lavado del extinto Partido Patriota para manejar hasta US$100 millones. Funes está libre porque el gobernante nicaragüense Daniel Ortega le otorgó asilo y además la nacionalidad, al igual que a otros señalados de corrupción, entre los cuales han figurado también guatemaltecos prófugos.

En este momento, Guatemala, además de la batalla contra el covid-19 -librada con heroísmo y limitados recursos por el personal hospitalario-, vive un momento delicado de su historia institucional debido al entrampamiento que se vive en la elección de magistrados de Corte Suprema de Justicia y salas de Apelaciones, la cual debe ser agilizada por el Congreso de la República. Un mejor sistema de instituciones de justicia sin intromisiones políticas o ideológicas constituye la mejor garantía para disuadir y sancionar casos de corrupción, con estricto apego al Derecho.

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