EDITORIAL
Crímenes deben desatar repudio público
El 5 de febrero de este año apareció un cuerpo calcinado en un predio baldío de Villa Nueva. Una semana después fue identificado como la menor Chelsiry Paola Hernández, de 12 años, reportada desaparecida el 4 de ese mes en Ciudad Quetzal, San Juan Sacatepéquez. Era muy probable, dadas las lamentables estadísticas de casos sin resolver, que tampoco hubiera sido posible establecer la autoría de este crimen; sin embargo, el 17 de febrero se presentó a un tribunal de Escuintla un tío político de la víctima, Edgar Leonel Marroquín, de 35 años, quien dijo haberle dado muerte al arrollarla de manera accidental. No supo explicar por qué el cuerpo apareció carbonizado y a tal distancia de su residencia. Investigaciones posteriores dejan entrever que el victimario confeso vigilaba insistentemente las redes sociales de la niña, so pretexto de que se trataba un monitoreo parental, pese a que ella tenía a sus dos padres.
Cinco veces, ¡cinco!, se ha suspendido la audiencia de apertura a juicio de Marroquín, debido a la situación por la pandemia, pero también por causas absurdas como que la defensa del señalado se confundió de juzgado o porque la jueza tenía programadas audiencias a la misma hora. El sexto intento se estableció para el 7 de enero de 2021 en el Juzgado Segundo Pluripersonal de Femicidio de Guatemala, pero ya los aplazamientos son un perfecto y triste emblema de la lentitud de la justicia en casos de muertes de mujeres.
Este crimen es solo uno de los 785 contra mujeres registrados por el Ministerio Público hasta el 12 de diciembre último, de los cuales al menos 388 encuadran en la tipificación de femicidio, delito caracterizado por el odio intrínseco a las víctimas por el solo hecho de ser mujeres.
Sin embargo, más allá de las cifras, de las presunciones de inocencia y de las peculiares estrategias de defensa de los acusados —si es que los hay—, detrás de estas muertes violentas hay nombres, rostros, sueños truncados y familias emocionalmente destrozadas que bien merecen un replanteamiento de la estrategia del sistema de justicia.
Apenas ayer se conocía la noticia de la muerte de Ana López Chacaj, de 35 años, y su sobrina Catarina López, de solo 8 años, en la aldea Patzam, Santa María Chiquimula, Totonicapán, quienes salieron el sábado a buscar leña en los bosques cercanos y ya no regresaron. Se desconocen las causas del crimen, si fue por alguna animadversión personal o familiar, un asalto o incluso por haber traspasado algún límite de terrenos, pero en todo caso nada en el mundo puede justificar tan salvaje agresión.
Hace apenas dos días, el sábado 19, fue encontrado el cuerpo de la niña Irma Misleidy Menéndez, de 13 años, en un camino comunal de Santa Lucía Cotzumalguapa, Escuintla, y su caso evoca la desaparición, en octubre, de la joven universitaria Litzy Amelia Cordón, de 19 años, quien fue encontrada en un terreno baldío de Teculután, Zacapa, caso por el cual hay un detenido.
Los casos se suceden y la rutina social sigue. Guatemaltecos, no es normal que se produzcan, literalmente, cientos de muertes de mujeres, de todas edades y condiciones sociales, sin que la sociedad eleve su voz de repudio. No es normal que desaparezcan menores de edad sin que se pueda rastrear su paradero de forma eficaz y moderna. Y no es normal que los procesos se estanquen repetidamente en los tribunales a causa de errores o contingencias. Pero nadie protesta. Basta ver el parsimonioso proceso judicial por la muerte de las 41 niñas calcinadas en el Hogar Seguro, en 2017.