EDITORIAL
Caudillismos siempre tropiezan con sus egos
Desde sus orígenes, las naciones centroamericanas se han golpeado la cabeza una y otra vez con la misma piedra filosa: los caudillismos, aquellas figuras que encandilan a la población con una mezcla de discurso biensonante, usualmente demagógico y supuestamente apolítico; también emprenden cruzadas que generan percepción favorable, aunque no siempre se enmarquen en la legalidad y no se diga una ética de Estado. En caso de emergencia, distraen la atención de manera efectista al focalizar la aversión del público en otros problemas y “enemigos” yuxtapuestos.
Así han surgido dictaduras, a menudo prolongadas mediante reelecciones, en diversas modalidades. Esta posibilidad suele estar vetada por ley —para eso son las lecciones de Historia—, hasta que un figurón de turno le da la vuelta a la norma para volver a postularse, porque aparentemente no hay “nadie” que pueda superar su desempeño, una idea subyacente que ya en sí misma genera dudas incluso de la composición de inteligencias de su propio partido o grupo de allegados, que terminan siendo corifeos, por no decir corros de aduladores.
Es usual la campaña para dirigir la culpa, la frustración o la expectativa hacia determinados sectores, incluyendo opositores, prensa, grupos empresariales, defensores de derechos humanos y sectores de población. En Estados Unidos, por ejemplo, es usual culpar a los migrantes de muchos males en tiempos electorales. También se crean guerras y polarizaciones que devienen en caldos de cultivo en los cuales el “líder” ideal, aparentemente insustituible, salta a la vista. Allí es donde salta a la vista la debilidad de esos sistemas cuasidespóticos que venden la idea de dependencia de una persona, cuando en realidad debería fomentarse el fortalecimiento institucional.
La personificación de las pandillas como enemigo público es lo más obvio, pues en efecto son grupos delictivos de alta peligrosidad, mas no los únicos. Hay narcos, extorsionistas imitadores, tratantes de personas, especuladores e incluso allegados al oficialismo que abusan de potestades o nexos. Varios políticos guatemaltecos sin imaginación se promocionan ofreciendo imitar a Bukele, quien ha encerrado en prisión a los pandilleros y con ello logró una reducción de índices delictivos. Pero el problema sigue allí mientras no se fomente el desarrollo integral.
Las elecciones legislativas del 2021 le dieron mayoría al partido oficialista salvadoreño, al cual se plegaron otros bloques. La alianza sirvió para forzar la jubilación de magistrados incómodos y con ello el Poder Judicial se tornó favorable a avalar la reelección, que no era permitida por un fallo previo. En el 2022, Bukele anunció que se postulará a un segundo mandato.
Intolerante a la prensa crítica y a los señalamientos de abusos de derechos humanos, Bukele se parapeta en la seguridad y la tecnología para justificar abusos. Tras cuatro años en el poder, a las puertas de la siguiente campaña electoral, anuncia una guerra a la corrupción. Según Transparencia Internacional, El Salvador está en el puesto 116 de 180 países evaluados. ¿Por qué abordar hasta ahora un problema que también mata, roba y retrasa el desarrollo? Nadie dice nada sobre el costo de la contraproducente inversión estatal en bitcóin o sobre los cinco funcionarios que EE. UU. acusó de corrupción en el 2021, incluyendo al jefe de gabinete. Pero por si la población intenta fijarse en ese tema, hay polémicas extras, como la propuesta de reducir la cantidad de municipios y alcaldes o la reducción del Congreso y también una disminución de la representación popular y de la potencial oposición si la ciudadanía ejerciese el voto cruzado en el 2024.