Editorial
Avance real del país precisa de certeza vial
En síntesis, un alud diario de incertidumbre vial le cae encima al sector productivo.
Puede haber camionadas de buenas intenciones y toneladas de explicaciones sobre las causas, recientes o atávicas, de las graves deficiencias del sistema carretero del país, pero de poco sirven sin acciones coherentes y constantes. Los tramos interoceánicos e interfronterizos son la columna vertebral logística de grandes y pequeños negocios, desde el campesino que transporta productos agropecuarios o el artesano que traslada sus creaciones al mercado hasta las industrias de todo ramo, incluyendo firmas extranjeras que invierten en el país por su posición geoestratégica y confiados en ofrecimientos de autoridades que posiblemente ya se marcharon más acaudaladas que antes.
A menudo se habla de la certeza jurídica como una condición crítica para el crecimiento económico y la llegada de nuevos inversionistas que generen oportunidades de empleo. Tal certeza está a cargo de toda autoridad vinculada con la aplicación adecuada, proporcional y coherente de las normativas vigentes. Existen públicos abusos de potestades, discrecionalidades cínicas y enconos que contrastan con la aquiescencia exhibida hacia personajes afines. Tarde o temprano esos ciclos de distorsión de la institucionalidad fenecen.
Pero siguiendo una lógica similar, existe aquí y ahora una terrible incertidumbre vial sobre cuál será el próximo cierre carretero, el siguiente hundimiento o la nueva contingencia que podría cerrar la circulación vehicular y acarrear con ello pérdidas de tiempo, de recursos y de costo de oportunidad, multiplicadas por miles de afectados. Desde escritorios burocráticos se trazan proyecciones de crecimiento, pero este solo es producido por la iniciativa privada. Por lo tanto, los poderes del Estado deben asegurar condiciones de institucionalidad para brindar certeza jurídica, pero también infraestructural.
Por esas carreteras que ya se quedaron cortas y angostas pasa el esfuerzo productivo nacional: manufactura, producción agrícola, importaciones, exportaciones, artesanías, suministros, servicios y hasta el turismo, tan solo por mencionar algunos sectores que, junto a la ciudadanía, hoy mismo padecen por derrumbes, socavones, tramos inconclusos o mal terminados. Los tiempos de entrega se convierten en un misterio y los costos logísticos se tornan en un acertijo oneroso. En síntesis, un alud diario de incertidumbre vial le cae encima al sector productivo.
Ya lleva cuatro meses sin solución real proyectada la autopista Palín-Escuintla; los derrumbes en la ruta Interamericana se suman a la vieja chambonada del libramiento de Chimaltenango —cuyos grandes responsables siguen impunes—; es constante el riesgo de derrumbe entre los kilómetros 60 y 70 de la carretera al Atlántico; en la ruta a El Salvador los deterioros son progresivos y los abandonos de obras en el altiplano son cada vez más lesivos. Y ello por no mencionar tratos necios, como el canje que hiciera el expresidente Giammattei Falla, al trocar la construcción del tramo El Rancho-Río Hondo, donado por Taiwán, por la construcción del hospital de Chimaltenango, que finalizó en un fraude, también impune.
El cuadro es dantesco y no se pretende una solución milagrosa. No se puede pedir que en seis meses o en 12 se resuelva el deterioro de 30 años. Pero a estas alturas ya debería existir una propuesta programática gubernamental incluyente, integral e inteligente para el abordaje carretero de los restantes 39 meses. Esto implica al Ejecutivo, pero también al Congreso. La certeza vial requiere de un plan medianamente claro de prioridades y ejecución para beneficio de la ciudadanía, que está harta de cortoplacismos, demagogias y endosos de responsabilidades.