Editorial

Abierto desafío de elegir magistrados idóneos

Existe un conjunto variopinto de aspirantes, entre quienes hay nombres que suenan y otros que truenan.

Es penosamente ridículo, por no decir un notorio conflicto de intereses, el hecho de que varios integrantes de la comisión postuladora para magistrados de CSJ y salas de Apelaciones —incluyendo a los que causaron la estéril y sospechosa dilación del proceso de convocatoria— resulten ahora también destapando su interés en ser calificados nominados por la misma instancia de la cual forman parte. Si tenían tal aspiración y si tuvieran un mínimo de conciencia ética, no se habrían promovido para integrar tal instancia. ¿O acaso no es ese sentido de integridad un requerimiento fundamental para quien aplicará leyes positivas en altas instancias de justicia del país? Vergüenza debería darles.


Es casi seguro que van a salir con que “la ley no lo prohíbe”, y en efecto, la garantía de libertad de acción señala esa posibilidad. Pero no estamos hablando de actividades triviales, sino de cargos en los cuales se necesita honestidad —y si no es total, no lo es—, coherencia de discurso y acción, pero sobre todo afán de servicio a la ciudadanía, no a grupos sectarios y menos aún a agendas claramente proclives a la polarización, la discrecionalidad y, obviamente, al secretismo. En todo caso, desde el momento mismo de pasar a formar parte de las postuladoras debieron anunciar con orgullo su intención de proponerse también.


Es un conflicto de intereses porque se pone en tela de juicio su objetividad al analizar perfiles, sobre todo los de abogados independientes y de quienes participan por primera vez, muy probablemente sin nexos ni padrinos o madrinas que otros —a lejos se nota— sí tienen. Lo mismo cabe decir de los magistrados de Apelaciones que se integraron a la postuladora, aunque en este caso es un conflicto de intereses creados por la misma ley de comisiones que cada vez amerita más enmiendas.


Según datos de las postuladoras, se recibieron 206 expedientes de aspirantes a la CSJ, incluyendo a los actuales, y mil 296 para las cortes de Apelaciones. Existe un conjunto variopinto de aspirantes, entre quienes hay nombres que suenan y otros que truenan, debido a sus vínculos, extralimitaciones y hasta participación en el asedio a la democracia. Quizá confían en la laxa tabla de gradación aprobada a toda prisa gracias a la dilación antes mencionada, que hoy tiene toda la pinta de adrede para entorpecer la labor crítica de los comisionados.


El voto alineado de los comisionados que se encargaron de bloquear el trabajo, supuestamente porque no les agradaba la sede, exhibe la necesidad de transparentar el sorteo de la asignación de expedientes a las ternas de trabajo, pues, sin duda, parte del truco —que ya ha ocurrido— es que ciertos perfiles caigan en manos amigas para lograr pasar a la nómina final. Esta situación evidencia la necesidad de que, en las previsibles reformas a la Ley de Comisiones de Postulación, se integren otros sectores profesionales, para que no exista más ese monopolio abogadil que en tiempos recientes ha generado más dudas que certezas. ¡Y vaya si se necesita certeza jurídica para todo el país!


La evaluación de los expedientes debería ir más allá del simple cumplimiento aparente de requisitos. El tiempo apremia, pero al menos debería verificarse que los aspirantes en realidad tengan los títulos universitarios que ostentan y que sus tesis de licenciatura y posgrados no contengan plagios. Esta selección es trascendental porque representa la oportunidad de dejar atrás las sombras de los negociantes de influencias que tan dañosos efectos han tenido en la impartición de justicia. La exigencia debe ser alta, pese a que los mismos comisionados se recetaron una barra más baja que nunca para saltarla.

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