PRESTO NON TROPPO

¿Cuánto vas a pagar?

Es la primera pregunta que hace un músico a sueldo. Le hablan para una tocada —una boda, unos quince años, una cena—. No interesa el repertorio (habitualmente, son las mismas piezas, evento social tras evento social) ni, mucho menos, la remota posibilidad del arte; basta con que tenga disponible ese mediodía, esa tarde, esa noche. No pasa de ser uno más entre los componentes de la actividad. Las invitaciones, las flores, los vestidos. El oficiante, el padrino, el capitán de meseros. El templo o el hotel o el jardín de la casa. La comida, la bebida, los arreglos en las mesas. La música.

Sagazmente, un maestro concertador solía contestar a esa pregunta, con otra pregunta: ¿Cuánto vas a tocar? Ahí se vienen al suelo los argumentos esgrimidos por la mayoría de los músicos que intervienen en ceremonias y recepciones. La demanda que plantea es clara; cuánto se le piensa reconocer, en términos materiales, al que presta el servicio de amenización sonora para acompañar un rito o una conmemoración. No así, la oferta; cuánto piensa rendir, en términos igualmente materiales, como profesional especializado en la ejecución de un instrumento musical. Es correcto que se le remunere con justeza y de inmediato por el trabajo que ha realizado. Pero igual de justo es suponer que se habrá de preparar de la mejor forma posible para brindar una representación que no se limite a la mera repetición de una rutina, más o menos pasable.

El síndrome no me es ajeno, en lo absoluto. Pasé por ese camino en innumerables ocasiones. Antes que yo, mi padre; todavía antes que él, mi abuelo. Mis compañeros y mis colegas, casi sin excepción. Muchos, desde jóvenes, como parte de su formación. Otros tantos, hasta edad avanzada, como un medio para redondear ingresos y pagar las cuentas. Conozco, muy de cerca, ese mundillo. Ahí se regatea hasta el número de integrantes de una agrupación. Un quinteto para la reunión del señor, de la señora. No obstante, piden que mejor sólo lleguen tres músicos, para ahorrar. Es como decirle a un pintor que sólo use dos colores, para ahorrar. O que el escritor no emplee todas las letras del abecedario, para ahorrar. Es absurdo, desde luego. Porque, si de ahorrar se trata, el procedimiento más sencillo es obvio: no hagan fiesta, no celebren, no gasten. A pesar de ello, la otra cara de la moneda, esa misma moneda que tantos no quieren soltar, la ponen los maestros filarmónicos, o los chavos del conjunto, o el pinchadiscos. ¿Son los más indicados para dicha función? ¿Han ensayado lo suficiente? ¿Se expresan artísticamente o se limitan a cumplir con un contrato?

Todo eso podría antojarse muy alejado de la cotidianidad del lector o de la lectora. Sin embargo, resulta metafórico de toda una sociedad, no sólo de la música. Son demasiadas y demasiados los que piensan que únicamente vale la pena trabajar bien si la paga es muy buena. Por desdicha, y como consecuencia de semejante actitud, esto redunda en que sean precisamente ellas y ellos quienes no trabajen bien… aunque se les pague como es debido. De este modo, el gusano de la incompetencia, la poca efectividad y la falta de idoneidad termina royendo las estructuras sociales hasta lo más íntimo. Lejos del estereotipo de una iniciativa privada eficiente en contraposición con un sector público torpe, ese ¿cuánto vas a pagar? de entrada es un indicio de la poca calidad que cabe esperar de un productor de bienes o de servicios. No importa dónde se desenvuelva una persona, una asociación o una empresa. Cuando la prioridad está puesta en el lucro, lo más probable es que aquello cuaje mal, aunque salga carísimo.

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