la buena noticia
Sucedáneo de Dios
Retener el salario a los trabajadores es un delito que clama al cielo.
En toda la Biblia no hay un pasaje de censura a la riqueza y los ricos tan vehemente, radical, generalizador e inquietante como la invectiva que el apóstol Santiago lanza en el capítulo 5° de su carta. Ese pasaje se leerá en las iglesias católicas del mundo mañana, domingo, durante la celebración de la misa. Es un capítulo incómodo, por la radicalidad de sus juicios. Es un pasaje fácilmente manipulable, por su falta de matices y distinciones. Pero es un pasaje equiparable en su censura a las riquezas a aquellos de Jesús cuando declaró que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos, o cuando recomendó atesorar buenas obras en el cielo y no oro y plata en la tierra.
Ni la riqueza ni los lujos son capaces de dar sentido de vida frente a la muerte.
¿A quién le escribía Santiago cuando espetó: “Lloren y laméntense, ustedes los ricos, por las desgracias que les esperan”? Pareciera que fueran miembros de la comunidad cristiana a la que escribe su carta, pues les habla en discurso directo. Pero serían ricos que se habrían adherido sin conversión a la fe, pues Santiago los sentencia a la condena más severa. El propósito de la amenaza es provocar la conversión; pero el estilo resulta ineficaz. Hoy suena a arenga de barricada. Y si los denunciados no eran cristianos, ¿para qué escribió el apóstol esa denuncia, si los acusados no la iban a leer?
En el ámbito moral, el pasaje denuncia una injusticia grave: “ustedes han defraudado a los trabajadores que segaron sus campos”. Retener y escatimar el salario debido a los trabajadores es un delito que clama al cielo. Era común entonces, y no faltan casos hoy. Posiblemente algunos de los lectores de la carta de Santiago eran víctimas de ese atropello. Al escuchar que el crimen que padecen merece la sentencia más severa de Dios, su sentido de agravio y humillación quedaría reivindicado. Pero la condena se puede ampliar a otros casos. Cuando las políticas económicas de un país traban la generación de un clima propicio a la inversión creadora de empleo, que a su vez llevaría a elevar los salarios para atraer a los trabajadores más capaces, ¿no se está obligando a esos trabajadores a emplearse por salarios de miseria o a emigrar? Y cuando se suben los salarios por decreto, ¿no se está lanzando a buena parte de la población económicamente activa a la informalidad y a los empleadores, a la ilegalidad? Esto también clama al cielo.
La censura a la riqueza tiene también otra faceta más teológica. Santiago la expresa muy gráficamente con un oxímoron final: “Sus riquezas se han corrompido; la polilla ha comido sus vestidos; enmohecidos están su oro y su plata”. Bueno, el oro y la plata valen precisamente porque no se corrompen ni se enmohecen. Pero el sentido de la invectiva es que al final de cuentas ni la riqueza ni los lujos son capaces de dar sentido de vida frente a la muerte y las falencias de la libertad. Cuando una persona considera que las riquezas son fuente de seguridad y que la estima social y el valor propio se mide por los bienes acumulados, ocurre una contracción del horizonte en el que se pretende encontrar el sentido de la existencia. Es un error en el que incurren quienes tienen medios, porque los disfrutan; y los que no los tienen, porque los desean. En el planteamiento cristiano, la vida vale cuando tiene sentido y propósito, y eso ocurre cuando el problema de la muerte y el de las ambigüedades de la libertad encuentran respuesta. Y las riquezas, tan útiles para resolver tantos problemas, son inútiles ante esos dos, que los resuelve solo Dios cuando el hombre se abre a la trascendencia. La censura cristiana a la riqueza se funda en esa errónea pretensión de convertirla en sucedáneo de Dios.