Al grano
Presupuesto, Estado, reforma
Es poco probable que, con las capacidades y competencias existentes, un presupuesto más grande redunde en mayores beneficios.
Sobre la hacienda o finanzas públicas hay bibliotecas enteras; por consiguiente, cualquier opinión que uno pueda ofrecer debe proponerse con suma cautela y humildad intelectual. El gobierno del presidente Arévalo ha puesto sobre el tapete, para aprobación, rechazo o modificación del Congreso de la República un presupuesto general de poco más de 148 millardos de quetzales, lo cual constituye un incremento significativo respecto del anterior.
Es poco probable que, con las capacidades y competencias existentes, un presupuesto más grande redunde en mayores beneficios.
Esto, en sí y de por sí, no es bueno o malo, pues depende de muchas otras condiciones y circunstancias para poder calificarlo. Entre ellas están las más frecuentemente mencionadas, a saber: su impacto sobre la economía nacional, la capacidad o falta de ella para ejecutarlo razonablemente bien, la posibilidad de conseguir determinados objetivos fundamentales (mejoras sensibles en áreas de alta prioridad como seguridad y justicia, educación, salud, nutrición infantil e infraestructuras básicas) y la capacidad de rendir cuentas de su ejecución.
Me interesa en esta ocasión reflexionar sobre apenas un aspecto de esta problemática que, en cierto modo, es anterior al presupuesto. Es la cuestión de si el presidente Arévalo aspira a ser un reformador o, más bien, lograr metas, quizás importantes, pero de carácter ordinario. En el primer caso, según veo yo las cosas, estaría empezando sus reformas —cualesquiera que sean— al revés. Esto es, realmente, el Estado de Guatemala no ha cambiado en nada desde que él y la vicepresidente Herrera fueron electos. Creo que sí ha cambiado la visión de los titulares del Poder Ejecutivo del Estado y de sus principales funcionarios y correligionarios en un sentido específico muy importante consistente, me parece, en que no están dispuestos a poner los fines de su empresa político-gubernamental por encima de los medios para conseguir esos fines. En pocas palabras, no están dispuestos a sacrificar la legalidad ni la democracia para conseguir sus fines.
Siendo esto último de enorme importancia, no es, sin embargo, suficiente para justificar emprender una reforma del Estado, como he comentado arriba, “al revés”. Intentaré explicarme. Si se investiga un poco sobre los principales comentarios de los centros de estudio en Guatemala respecto de la Hacienda Pública, se puede constatar que, desde hace unas tres décadas, aproximadamente, las observaciones críticas son muy parecidas. Entre ellas, se señalan una mala calidad del gasto, niveles de corrupción superiores a lo razonable, excesiva dispersión del gasto público, falta de transparencia, poca inversión (en comparación con los gastos de funcionamiento), falta de transparencia y de eficiencia.
En el fondo, todas esas críticas son los síntomas de un Estado disfuncional cuyas bases normativas e institucionales padecen de defectos estructurales. Así, una reforma del Estado debiera enfocarse en algunos de ellos. Del lado del proceso democrático, la Ley Electoral y de Partidos Políticos tendría que obligar a todas las instituciones políticas a hacer realidad la democracia partidaria, parlamentaria, local y entre los poderes del Estado; del lado de la justicia, la Constitución contiene las reglas que dan lugar, justamente, a su captura por grupos de interés y partidos políticos que la manipulan; y del lado del Ejecutivo, el régimen del servicio civil ha sido reemplazado, inconstitucionalmente, por pactos colectivos leoninos y plagados de corrupción. Por consiguiente, entregar a un Estado con esas deficiencias más de 148 millardos de quetzales resulta, cuando menos, problemático. En caso de una reforma, ¿por dónde comenzar? Puede haber varios cauces. Yo comenzaría por el pueblo; es decir, una consulta ciudadana con base en el artículo 173 de la Constitución.