Liberal sin neo
Por quién doblan las campanas; doblan por ti
Es un caso más, de tantos que ocurren en distintas partes del mundo.
La muerte de una persona en un lugar remoto del otro lado del mundo me trajo a la mente estrofas que aprendí en mi adolescencia; “¿Quién no echa una mirada al sol cuando atardece? ¿Quién quita sus ojos del cometa cuando estalla? ¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe? ¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo? Ningún hombre es una isla entera por sí mismo… por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”. Es un poema de John Donne (1572-1631). Por quién doblan las campanas, título de una de las más célebres novelas de Ernest Hemingway (1940), realizada en una película épica (1943). Irónicamente, la esposa de John Donne era descendiente directa de Tomás Moro, decapitado por oponerse a las políticas del rey Enrique VIII.
Navalny era más una espina que puñal político para el régimen de Putin.
Alexei Navalny era un símbolo de la oposición al régimen de Vladímir Putin en Rusia. Falleció el 16 de febrero en una colonia penal llamada Lobo Polar, en el círculo ártico, reminiscente de los horrorosos campos de trabajos forzados a los que fueron condenados millones de soviéticos durante los regímenes de Lenin y Stalin el siglo pasado. La existencia y operación de estos campos fue ignorada durante décadas por la prensa internacional, intelectuales y devotos de la revolución, hasta que cobraron notoriedad por los libros de Alexander Solzhenitsin, especialmente Archipiélago Gulag (1973), que narra numerosas historias testimoniales sufridas en los campos penales. El propio Solzhenitsin, siendo oficial del ejército soviético durante la 2ª Guerra Mundial, pasó años en el Gulag por criticar a Stalin en una carta enviada a un amigo. Estos penales supuestamente ya no existen en Rusia; no deja de ser simbólico que Navalny falleció a los 47 años por causas desconocidas, mientras guardaba prisión en el círculo ártico.
Navalny era más una espina que puñal político para el régimen de Putin. Abogado, activista que se hizo fama denunciando la corrupción del régimen ruso, Navalny produjo un documental sobre un palacete construido por Putin. En la clásica vuelta en la que el denunciado con poder acusa de lo mismo al denunciante, Navalny y su hermano fueron condenados por fraude y corrupción. Navalny cobró celebridad cuando en 2020 fue envenenado con novichok, una sustancia de la familia de “armas químicas”. Un avión fue enviado por Alemania para trasladarlo a un hospital en Berlín, donde logró sobrevivir. Pese a su fragilidad y advertencias de su familia y simpatizantes, sabiendo lo que le esperaba, decidió regresar a Rusia, donde fue detenido al arribar, por haber salido del país —en estado de coma— violando su libertad condicional. Recibió una condena adicional de 15 años. El delito de Navalny fue ser adversario político del régimen.
Estos hechos se dan en un país que se ufana de ser del primer mundo y luz del liderazgo de la civilización moderna, miembro permanente del consejo de seguridad de la ONU. La muerte de Navalny se suma a la de una larga lista de opositores políticos que en el reinado de Putin cayeron del balcón de un edificio, fueron envenenados o asesinados por disparos. En marzo se realizarán elecciones en Rusia; Putin, con 24 años en el poder, será el ganador indiscutible. Navalny no era candidato, tan solo una fuerza moral.
La muerte de Navalny es un caso remoto, fuera del ámbito de conocimiento e interés de la mayoría de las personas. Es un caso más, de tantos que ocurren en distintas partes del mundo, donde el poder abusa y asesina detrás de una máscara de legitimidad, representatividad y legalidad. Es indignante.