RINCÓN DE PETUL
Motofobia
Crece efervescente una frustración nociva. Nueva Guatemala de la Asunción, de forma creciente, gana adeptos lo que me parece una enceguecida sentencia: “Yo odio a los motoristas”. Una condena que puede ser respuesta aún más enferma que el mal mismo que la provoca. Exculparnos, a los motoristas en esta ciudad, puede ser opinión temeraria. Aún así, aquí esta pequeña reflexión.
' Se esconden etiquetas discriminatorias contra el más pobre que se conduce en un vehículo “inferior”.
Pedro Pablo Solares
Comparto que siempre recordé una escena particular del maravilloso e impactante filme Dead Man Walking, de 1995, que es la historia de cómo una monja de piadoso corazón, asiste en sus últimos días a un asesino condenado que espera la ejecución de su pena de muerte. En la escena, la monja, interpretada por Sarandon, aborda con asertividad e ingenio una manifestación de racismo del prisionero, uno de sus muchos defectos. Tras despotricar contra la gente negra, él justifica su odio etiquetándolos de haraganes. Ella le pregunta sobre cómo se siente con los haraganes blancos, a lo que responde que tampoco le agradan. “Entonces es la gente haragana la que no te gusta”, le hace ver Sarandon, dejándolo callado. Esta escena, que contiene la lección de no caer en generalizaciones basadas en etiquetas y prejuicios, me ha venido a mente de forma reciente, cuando leo cómo responden automovilistas frustrados ante la abundancia de motociclistas imprudentes, en una descontrolada ciudad.
Cierto que se comprende la frustración cuando se ve que hay tanto motorista temerario e imprudente. Tantos que conducen agresivamente y que incumplen la estática normativa. Pero creo que sería necio argumentar contra esto: que no todos quienes violan la normativa de tránsito son los que se conducen motocicletas, y que no todos los motociclistas se conducen con imprudencia.
En sociedades desiguales, el clasismo lacerante y la exclusión de minorías se manifiestan de incontables y ocultas maneras. Y en eso caen, a veces, hasta a quienes más han creído en una sociedad de convivencias menos verticales. Con frecuencia, las peripecias del motorista estorban, provocando fobias, tan irracionales, como tantas otras formas de indeseada discriminación.
Solo es de pensar, por ejemplo, en el odiado tercer carril que motocicletas forman entre vehículos. Más que una violación, lo veo como una natural válvula al problema de fondo: La incapacidad de las calles de albergar a la población; y la desatención de los ediles al progresivo problema. Así, a pesar del estrés que generan, las motocicletas son parte de un remedio temporal. De no existir esas válvulas, la casi invivible ciudad se atascaría aún más. A quien no comparta, pregunto ¿cómo serían las vías donde todas las motos, en lugar de colarse entre carros, fueran detrás de ellos, guardando distancias reglamentarias? Esto agradaría menos a los automovilistas atrapados en filas aún mayores. Creo que el rencor añora más que un deber ser. Primero, porque no todos los motociclistas son imprudentes. Pero, más grave aún, porque creo que detrás de tal condena se esconden etiquetas discriminatorias, en este caso, contra el más pobre que se conduce en un vehículo “inferior”.
Los problemas son reales, pero es inútil —y además peligroso— alimentar fobias discriminatorias. Así como la monja interpretada por Sarandon, es de preguntarnos qué es realmente lo odioso. Lanzo estas alternativas: a. los conductores imprudentes de cualquier tipo de vehículo; y b. los politiqueros desinteresados de crear soluciones a este y tanto otro problema citadino.