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La sabiduría del descanso

Descansar es “cesar en el trabajo y reparar las fuerzas con la quietud”.

En el siglo IV, la ley civil del Imperio romano reconoció el ritmo semanal, disponiendo que en el “día del sol” los jueces, las poblaciones de las ciudades y las corporaciones de los diferentes oficios dejaran de trabajar. Desde mucho tiempo atrás la semana ya se componía de siete días y para algunos el concepto del “día de descanso” no era algo nuevo. El mundo judío, por ejemplo, guardaba, desde al menos dos milenios antes, el sábado como día de descanso. En los albores del cristianismo, gracias a la posibilidad de descansar en el “dies solaris”, los cristianos tuvieron la ocasión de celebrar con toda tranquilidad el “dies Domini”, es decir el domingo, día del Señor. Más allá de la perspectiva cristiana, el día de descanso en la sociedad civil tiene un profundo significado existencial.

El descanso no es un lujo, sino una condición para darle a las cosas su justa dimensión.

Descansar es “cesar en el trabajo y reparar las fuerzas con la quietud”. La alternancia entre el trabajo y el descanso es propia de la naturaleza humana. Pero la primera regla del descanso es haber terminado el trabajo. El que no trabaja no puede descansar y festejar lo logrado. “Cuando se invierte este orden, aparecen el trabajo sucio, la corrupción y las trampas, en los que se cede a la tentación del resultado y se elude el esfuerzo”.

Cada vez es más común plantear el descanso como la posibilidad de disponer de un “tiempo libre” para divertirse, irse de vacaciones, ver un partido de futbol, frecuentar un lugar concurrido, ir de compras… consumir lo que se ha ganado con el trabajo realizado.  En cambio, la gente que dedica su descanso a la quietud, a la contemplación, a rendir culto a Dios, etc., es considerada como excéntrica, rara o desusada.

El descanso es más que un “tiempo libre para entretenerse” o “desestresarse”. Es la ocasión de desligarse de la necesidad de conseguir bienes útiles y elevarse con libertad al campo de la felicidad. Para que no sea algo vacío, el descanso debe comportar enriquecimiento espiritual, libertad, posibilidad de contemplación y de comunión fraterna. Juan Pablo II lo describía así: “El descanso es una cosa sagrada, […] condición para liberarse de la serie, a veces excesivamente absorbente, de los compromisos terrenos y tomar conciencia de que todo es obra de Dios”. Asimismo, “es preciso no perder de vista que […] el trabajo es para muchos una dura servidumbre, ya sea por las miserables condiciones en que se realiza y por los horarios que impone, especialmente en las regiones más pobres del mundo, ya sea porque subsisten, en las mismas sociedades más desarrolladas económicamente, demasiados casos de injusticia y de abuso del hombre por parte del hombre mismo”. Obviamente, este derecho del trabajador al descanso presupone también su derecho al trabajo.

En numerosas ocasiones los evangelios relatan las agotadoras jornadas de Jesús, tan llenas de trabajo que incluso les faltaba tiempo para comer (Mc 3,20). Es necesario recuperarse del desgaste físico y tal vez mental que produce el trabajo arduo bien hecho. Por eso el Maestro hace planes para estar con sus discípulos: “vengan ustedes solos a un lugar apartado, y descansen un poco” (Mc 6). Les invita a disfrutar de lo trabajado: es un momento de gozo.  Pero también Jesús se “compadece por aquellos que van como ovejas sin pastor” —es necesario descansar de la fatiga emocional causada por la tristeza y también del agotamiento espiritual ocasionado por la pérdida del sentido de la vida— y promete que dará a todos “descanso”.  El descanso no es un lujo, sino una condición para darle a las cosas su justa dimensión, afirmando la primacía de Dios y la dignidad de la persona.

ESCRITO POR:

Tulio Omar Pérez Rivera

Licenciado en Teología Litúrgica por la Universidad Pontificia de la Santa Cruz de Roma. Durante varios años fue párroco en zonas indígenas cakchiqueles. Actualmente es obispo auxiliar de Santiago de Guatemala.