ECONOMÍA PARA TODOS

La nueva normalidad en 1920

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César Augusto de León Morales, en su novela La peste (60 capítulos, Guatemala, 2001), hace una detallada narración de la pandemia que en dos años alcanzó fuertemente la Villa de Huehuetenango, en 1920. Seguidamente, extractos de la misma:

CAPÍTULO 57
Los enterramientos deberían hacerse, en lo sucesivo, en el cementerio del cerro más próximo a la casa de los deudos, pues se preveía que en poco tiempo el cementerio general sería insuficiente para recibir a tantos difuntos. Para ahorrar tiempo y satisfacer la demanda, los ataúdes no debían pintarse ni cepillarse las tablas. Y se habilitaba para enterramientos a flor de tierra un sitio baldío frente al barranco en donde la tempestad mató al caballo de Jacinto Meléndez. El bando recorrió las calles de la población acompañado por la banda militar de la comandancia de armas. En cada esquina se reunía un grupo de personas para escucharlo. Cuando terminaba la lectura del oficio todos se retiraban con la cara triste, entre tanto una marcha militar llenaba el ambiente y despabilaba el silencio.

' Agosto de 1920 trajo la vuelta a la normalidad. Las tiendas y el mercado se abrieron.

José Molina Calderón

Ya no había velorios pues la gente huía del contagio como quien huye del diablo. Se veía el paso de los cotidianos entierros desde el balcón o la puerta entrecerrada de la calle, desde la ventana o detrás de la cerca. Siempre el mismo triste espectáculo del ataúd rústico y unos cuantos parientes atrás de quienes, generosamente, lo llevaban en hombros. Hacían falta las coronas, los ramos de rosas y los dobles de las bellas campanas de la catedral, que guardaron silencio de muerte. A veces los perros acompañaban al difunto en el último viaje emprendido tan pronto como le cerraran los ojos dos manos piadosas.

CAPÍTULO 60
En efecto, agosto se llevó a horcajadas la peste. Agosto que pasará a la historia de aquel pueblo como un mes memorable.

A finales de agosto todavía la muerte izaba su bandera negra en el dintel de las puertas. Pero ni el sufrimiento ni la felicidad son eternos.

Cuando a principios de septiembre se abrió nuevamente la iglesia, el padre Abelardo se dedicó a curar las heridas. Tenía en sus manos el bálsamo de las promesas divinas, especialmente la resurrección, y la certeza de una vida más allá de la muerte. Las llagas estaban abiertas. Había incontables corazones de luto y aún rodaban las lágrimas en las mejillas de madres, padres y hermanos, pero Dios llamaba a la puerta para enjugarlas.

Transcurrieron los días y las tiendas se abrieron. Al mercado empezaron a llegar nuevamente los frutos de la tierra. Se volvió a ver en las calles a los carboneros, leñadores, vendedores de cal y alfareros con sus bestias cargadas del fruto de su digno trabajo. Los tejedores volvieron a las cotidianas tareas. Era imperativo continuar viviendo aunque la peste hubiese causado más dolor del imaginado, aunque las lágrimas aún mojaran el alma y las heridas estuviesen frescas en el corazón, como los ladrillos que habían tapiado la tumba de la última víctima.

La solidaridad y la amistad proverbiales volvieron a ser las virtudes que iluminaban la vida de la villa, como antes de que la peste la hiriera sin misericordia. La fe, que se resquebrajó por momentos, ardió una vez más en el corazón de los sobrevivientes.

El narrador termina contando que en esa navidad de 1920, los vecinos de la villa (Huehuetenango) no celebraron el adviento, la fiesta de Concepción, la Navidad ni el Año Nuevo.

ESCRITO POR:

José Molina Calderón

Economista. Consultor en gobierno corporativo de empresas familiares. Director externo en juntas directivas. Miembro de la Academia de Geografía e Historia de Guatemala. Autor de libros de historia económica de Guatemala.