Rincón de Petul
La luna y un testimonio, paz en tierra de DeSantis
“Si nosotros no recogemos la verdura, se echa a perder. Entonces ¿qué van a comer?”.
En las calles de Naples vi en la noche una luz opaca como bella, redonda una bola de color de fuego que no era el sol, el brillo más tenue posible, una luna de sangre, inmensa al punto de no creer. Se nos insinuó como una guía; un faro para la expedición que en la noche buscaba ya un descanso, el hotel, antes de ir mañana a las calles, a las calles de Naples, en misión de exploración. Chapines buscando a chapines. Acercando brechas, estrechando mundos. Guatemaltecos, de allá, llegando a guatemaltecos de aquí. Aquí y allá, ahora y desde mucho; ¿ahora y hasta siempre? Es lo que persiste, es lo que subsiste. Esto no cesa, aquí nada calma. La vida del nuevo, del advenido, es viva de una forma que no muestra titubeo. Viven sin permiso. Van con discreción, pero, fijos, no ofrecen ni una excusa. Vistos con objetividad, son ejemplo para muchas cosas constructivas, positivas. Con ellos regresamos mañana, en este aquí, que un día, hace no tanto, se empeñó en hacerse un lugar de incertidumbre.
“Si nosotros no recogemos la verdura, se echa a perder. Entonces ¿qué van a comer?”.
Este es el lugar donde hace poco más de un año, en julio de 2023, un gobernador firmó la que era, hasta entonces, vista como la ley contra-migrantes más temida en Estados Unidos. Puso impedimentos para quien da trabajo a personas sin residencia legal, penalizando además su transporte, y haciendo que todo sistema los denuncie, incluyendo -por ejemplo- los necesarios servicios de salud. Según el Centro de Investigaciones Pew, antes de que entrara en vigencia esa ley, 1.2 millones de personas indocumentadas vivían en el estado. Ahora, sin que haya datos precisos, medios reportan que una cantidad importante salió de Florida hacia otros estados. El gobernador buscaba usar su ley draconiana como trampolín para suceder a Trump ante el público estadounidense. Su aspiración fracasó, cuando en enero retiró su candidatura.
Grande este país y años pasaron desde la última vez que vine al “Estado Soleado”. Ni una después de la vigencia de la ley anti-migrantes. Preocupaba, entonces, qué habría sido de las comunidades que hacen que este sea el tercer estado con más guatemaltecos estimados por nuestro ministerio del exterior. ¿Qué fue de la comunidad en Immokalee?, me preguntaba. ¿Y los de Homestead, Indiantown y Lake Worth?, entre tantos otros. Preparándome en los días antes, un par de conocidos coincidieron con artículos que encontré en línea: “entre uno y dos de cada diez se fueron más al norte, a donde no los molestan”. Parecido cálculo nos compartió la mesera en el restaurante. “Los dos compañeros que eran guatemaltecos, se fueron”. Pero otros, sin embargo, aseguran que después del susto, muchos están de nuevo regresando.
Recorremos las calles de Florida, en las comunidades de guatemaltecos que han hecho su hogar aquí. La pregunta de si leyes anti-migrantes -en efecto- los logran sacar se responde sola, en los barrios de siempre. Sí, publicaron la ley y muchos se tuvieron que marchar. Pero luego regresan, y llegan más, porque son los que hacen los trabajos que hacen. Al atardecer, vemos una camioneta blanca estacionarse, de donde salen quince paisanos, todos en fila, entrando a la tienda hispana. Vienen del campo. La camioneta, con dos banderas de Guatemala gigantes pegadas a la carrocería, grita que no hay miedo de mostrarse. “Si nos sacan”, me dice uno, “se tienen que ir ellos también. Somos los que les pizcamos la comida”. “Si nosotros no recogemos la verdura, se echa a perder. Entonces ¿qué van a comer?” El día termina y el gigante lunar, de nuevo, se asoma. Su luz nos lleva a un nuevo descanso. La sabiduría del paisano me da la paz que necesitaba. La vida continúa y ningún politiquero la puede detener.