La consolidación de la dictadura
La tiranía de Ortega y Murillo ordenó una reforma constitucional para arrogarse el control absoluto del poder.
Daniel Ortega y Rosario Murillo lograron resolver el dilema de quién tiene el poder total en Nicaragua. Hasta noviembre pasado la Chayo, como se le conoce popularmente, ostentaba el cargo formal de vicepresidenta, pero en la práctica asumía funciones presidenciales y se extralimitaba en sus decisiones. La pareja elaboró una reforma constitucional, que la Asamblea Nacional se apresuró a aprobar sin cambio alguno, en la que la “compañera” ya aparece como copresidenta y eso evita cualquier malentendido con las órdenes que dicte. Tales enmiendas también significaron la legalización de la dictadura y la consolidación del régimen hereditario, algo que ni a los Somoza se les llegó a ocurrir. Ahora, Ortega y Murillo, cuales emperadores, reinan en una Nicaragua sin oposición alguna, donde se violan sistemáticamente los derechos humanos y está prohibida toda forma de manifestación, sea política, religiosa o cultural, que no tenga el visto bueno oficial.
La más mínima oposición en Nicaragua se paga con cárcel, tortura, exilio y expropiación de bienes.
Hasta hace dos meses, Nicaragua era una democracia constitucional, con división de los poderes Ejecutivo, Legislativo, Judicial y electoral. Claro, se sabía que el sandinismo desde hacía tiempo se había pasado esas formalidades por el arco del triunfo, pero por lo menos mantenía las apariencias. Ahora ya no importa ninguna fachada. A Ortega y Murillo se les antojó un nuevo marco legal para su régimen, por lo que enviaron la iniciativa y los diputados servilmente levantaron la mano para darle luz verde. El nuevo artículo 132 constitucional dice: “la Presidencia de la República dirige al Gobierno y como jefatura de Estado coordina a los órganos legislativo, judicial, electoral, de control y fiscalización, regionales y municipales”. Así eliminaron la división de poderes y los organismos de control para instaurar la dictadura con la bendición constitucional, lo que les permitirá ungir sin contratiempos a su hijo Laureano Ortega, como el divino sucesor.
Entre los cambios se incluye también que los copresidentes tienen pleno poder sobre la Policía y el Ejército, aunque estas instituciones siempre han estado bajo su control. Ese es el caso de la Policía Nacional, que desde el 2018 es dirigida por el comisionado general Francisco Díaz, cuya su hija Blanca Díaz está casada con Maurice Ortega Murillo, uno de los hijos de los tiranos. O sea, la seguridad policial descansa dentro del círculo familiar ampliado. Pero ningún esfuerzo de control está demás, no vaya a pasar que surjan discrepancias internas, como fue el caso del general Humberto Ortega, hermano de Daniel Ortega. El pecado de ese comandante fue criticar el poder absoluto que corroe Nicaragua y pedir la convocatoria de elecciones libres. Murillo ordenó el allanamiento con lujo de fuerza de la casa de su cuñado, a quien dejó en arresto domiciliario e incomunicado. Quien fue jefe del Ejército Sandinista murió como prisionero político de la dictadura.
El reforzamiento de las estructuras de seguridad determina el temor latente que tiene la pareja presidencial de posibles disidencias en las propias filas sandinistas y en la sociedad civil. Para reprimir cualquier posible descontento popular, la enmienda constitucional legalizó las bandas paramilitares, que ya venían funcionando desde el 2018, cuando atacaron a quienes protestaban y causaron más de 300 asesinatos. La llamada “policía voluntaria” se inspira en los Comités de Defensa de la Revolución cubanos y está conformada por civiles que espían a sus vecinos y son utilizados como fuerza de choque. De hecho, todo nicaragüense es visto con desconfianza, de ahí la importancia de los grupos paramilitares para mantener la vigilancia en las vecindades. De esta forma, Ortega y Murillo han creado a su alrededor un régimen de terror, en el que la mínima muestra de oposición se paga con la cárcel, tortura, exilio y expropiación de bienes.