MIRADOR
Entre bomberos no se pisan la manguera
Que el gobierno de Pedro Castillo iba a ser un desastre fue algo sobradamente anunciado y suficientemente visible durante la campaña electoral peruana. Bastaba analizar a los personajes, los discursos y las propuestas que se manejaban. Aun así, los ciudadanos de aquel país decidieron libremente equivocarse y hete ahí las consecuencias y sus resultados ¡Cosas de la democracia que algunos pagan más caro que otros!
Después del burdo golpe de Estado en Perú, Petro —presidente colombiano, de cuerda ideológica similar al peruano— intentó defender y justificar a Castillo desde distintos ángulos: “que si era profesor y lo arrinconaron desde el principio” o pidió medidas cautelares a la CIDH. Por su parte, López Obrador dio instrucciones a su canciller —aunque Ebrard se hizo el loco— de que Castillo fuese acogido y refugiado en la embajada de México, haciendo gala, sin pudor alguno, de esa tradicional condescendencia mexicana con delincuentes, propios y extraños. Maduro, desde Venezuela, y para no ser menos, alegó que Castillo vivió una “persecución sin límites”, a pesar de haber sido el descarado autor de un delito de rebelión.
Todos ellos decidieron justificar, apoyar, sostener y acoger a un presidente delincuente que la mayoría de la comunidad internacional, y los ciudadanos de su país, condenaron desde que ocurrieron los hechos. En medio de ese mar de insensateces, Lula, otro izquierdista reelecto por una ciudadanía que parece reclamar también su derecho a equivocarse, le da un papel protagónico a su esposa -¿quién la votaría?- en el proceso de transición de poder en Brasil, y pretende dejar fuera del presupuesto de la Nación la millonada que prometió entregar a quienes le votaran, porque “ahora advierte” que con el gasto público regular no le llega.
' Se constata que, efectivamente, hay una “teoría de complot ideológico”, basada en una realidad más visible y evidente que ya no se niega.
Pedro Trujillo
La tercera pata del banco la aporta Cristina Kirchner, condenada por corrupción y apoyada también por López Obrador y el gobierno español, cuya vicepresidenta —igualmente de izquierda— viajó a Argentina para solidarizarse con la ahora convicta. En conclusión, las izquierdas se asocian y apoyan entre sus dirigencias políticas al estilo corporativista de la tradicional internacional socialista. Y es que lejos de descartar, como muchos, ese discurso de “izquierdas y derechas”, pareciera que está más vivo que nunca, y ciertas situaciones lo ponen de manifiesto.
Cada vez es más visible la existencia de una explícita red político-ideológica global —siempre la hubo— que aglutina un liderazgo capaz de criticar no importa qué cosa del contrario mientras impunemente acoge a dictadores y delincuentes con asombroso descaro, y sin mucho rubor, en tanto promuevan sus intereses. Hay que subrayar que, hasta el momento, se libra de toda esa complicidad el régimen chileno, igualmente sostenido por una coalición de izquierdas, pero con una madurez y sensatez digna de estudio sociopolítico, y cuyo presidente —Boric— ha actuado con un grado de responsabilidad que es necesario reconocer y destacar. Otros países, más descarados y con menos peso internacional, como lo son Cuba y Nicaragua, los sacan o incluyen en el club en la medida que interesa, sirve a sus propósitos o no enojan demasiado a las grandes potencias.
Se constata que, efectivamente, hay una “teoría de complot ideológico”, basada en una realidad más visible y evidente que ya no se niega. Una región con Maduro, Petro, Kirchner, Lula —más Ortega y Díaz-Canel— y otros personajes, y con unos EE. UU. cuyo régimen pugna entre moderados y radicales demócratas, el futuro de América apunta a una consolidación del poder de China y Rusia, y una vuelta al manoseo de décadas pasadas.
Pareciera ser que como región estamos condenados al fracaso. Eso sí, con anuencia del democrático y libre electorado.