El sentido del tiempo
Cruzar el umbral de un nuevo año evidencia el continuo caminar de cada persona.
La fiesta de la Navidad se prolonga más allá del 25 de diciembre en las semanas siguientes, hasta el domingo posterior a la fiesta de la epifanía o día de Reyes. “Después de la celebración anual de la Pascua, la Iglesia tiene como más venerable el hacer memoria de la Natividad del Señor y de sus primeras manifestaciones: esto es lo que hace en el tiempo de Navidad”. Este tiempo coincide con el inicio de un nuevo “año calendario” que rige la vida civil, social y religiosa de gran parte del mundo. Cruzar el umbral de un nuevo año, así como la celebración de las diversas etapas de la vida, evidencian el continuo caminar de cada persona y el silencioso, pero inexorable transitar del tiempo.
El enigma sobre el sentido del tiempo ha atraído siempre la atención del hombre. Uno de los grandes poetas de nuestro tiempo, Jorge Luis Borges, ha escrito: “El tiempo es la sustancia de la que estoy hecho. El tiempo es un río que me lleva consigo, pero yo soy el río; es un tigre que me devora, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego”.
El tiempo es una de las grandes experiencias arquetípicas y primitivas del ser humano; es una experiencia que acompaña al hombre desde siempre, ha permeado la historia, el pensamiento religioso, filosófico y la psicología. Agustín de Hipona en el siglo IV se preguntaba: “¿Qué es el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé. Si quisiera explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo único que digo con seguridad es que sé que si nada pasara, no habría tiempo pasado, y si nada viniera, no habría tiempo futuro, y si nada existiera, no habría tiempo presente”.
Una de las grandes aportaciones del cristianismo a la civilización ha sido la comprensión del tiempo no solo como algo puramente intelectual, sino como una relación vital y también ritual.
Podemos tener una aproximación de qué cosa es el tiempo a partir de nuestra vida, de nuestras experiencias, de nuestras relaciones con la naturaleza y con nuestros semejantes. Aprendemos que hay un tiempo y que este tiene un sentido. Sin embargo, la aceleración y la fragmentación que caracterizan a la sociedad actual reducen el tiempo a una concepción cognoscitiva que ignora su dimensión trascendente. Entender el tiempo solo bajo aspectos productivos o de eficiencia nos hace olvidar que el tiempo es esencialmente un “evento de relación”, un “espacio de alianza”, un “lugar de encuentro con los demás”. El hombre de hoy es el hombre de un momento, porque es incapaz de permanecer y perseverar, de construir una historia y de concebir la vida misma como historia. El tiempo ya no es la medida de la memoria de un pasado, la manifestación de un presente lleno de significado y la planificación de un futuro lleno de esperanza, sino que se ha convertido en un vacío que hay que llenar con todo tipo de actividades. Es la cronofagia que insiste en devorar espacio y tiempo como si esto fuese un valor absoluto. La vida cotidiana corre el riesgo de convertirse en una carrera contra el tiempo. Detenerse a reflexionar, quedarse en silencio a pensar da la sensación de desconcierto y de miedo.
Una de las grandes aportaciones del cristianismo a la civilización ha sido la comprensión del tiempo no solo como algo puramente intelectual, sino como una relación vital y también ritual. La experiencia humana del tiempo, tanto el regulado por los ciclos de la naturaleza (tiempo cósmico) como el que se despliega en el fluir de los acontecimientos (tiempo histórico), están gobernados por Dios que los dirige hacia el mismo fin; el tiempo es el lugar de la epifanía. Para los cristianos, las celebraciones religiosas a lo largo del año —ciclo litúrgico— tienen un rol fundamental: comprender que el tiempo es el momento y la ocasión propicia para ser alcanzados por Dios.