Nota bene
El mesías político
¿Ajustamos las expectativas?
La presidenta electa de México, Claudia Sheinbaum, fue bañada en confeti y adornada con guirnaldas mientras hacía promesas de campaña de seguridad y educación gratuita. Con brazos extendidos recibió sonriente los aplausos de los allegados al partido Morena. El día en que tomó posesión, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, vistió un saco militar que recordaba un poco a Napoleón y otro poco al sha de Irán, Reza Pahlevi. Su atuendo y el desfile militar llevaron a El País de España a publicar que Bukele “exhibe un inmenso poder”.
Las ideologías y los estilos de Bukele y Sheinbaum difieren, pero constituyen dos ejemplos de cómo la maquinaria política moderna crea un aura en torno a los políticos. Somos tan culpables los votantes como los políticos de idealizar al político y elevarlo por encima de los demás mortales. Tanto los fogosos discursos como la adulación alimentan expectativas de gobernantes capaces de resolver todos los males sociales. Añoramos un mesiánico rescate colectivo.
La palabra mesías significa “ungido”. Algunos de sus contemporáneos creían que Jesucristo se convertiría en un rico y poderoso rey, y que su misión consistía en liberarlos del yugo romano. Los profetas habían pregonado la venida de un soberano libertador, descendiente de David, que traería la paz. Jesús les aclaró que su reino era sobrenatural y nos trajo la salvación eterna. Ningún ser humano es comparable: todos tenemos pies de barro y conocimientos limitados. Por ello, deberíamos encarar la actividad política con más realismo.
El déspota ilustrado por excelencia, Federico II de Prusia, se veía a sí mismo como un portador de conocimiento que ponía todos los medios a su disposición para hacer felices a sus súbditos. Sin embargo, no dudó en aumentar su ejército reclutando forzosamente a campesinos y aumentando impuestos. Si el déspota benévolo, como le llaman los científicos sociales, tiene motivaciones bondadosas como las que pensaba tener Federico II, entonces resultaría contraproducente restringir sus poderes. Pero, como vemos una y otra vez, hasta los gobernantes más angelicales abusan del poder, y no se diga de los que obedecen a motivaciones menos puras.
¿Hay déspotas benévolos?
Los sistemas políticos modernos, aunque sean imperfectamente republicanos y democráticos, emplean procesos complejos para la toma de decisión. No decide de forma aislada el monarca, bueno o malo, sino intervienen varias personas que ponderan más el impacto que tendrá una política pública sobre la imagen del partido o del régimen, o sobre sus intereses personales, que sobre los gobernados. Es poco realista esperar que dichos engranajes de decisión produzcan consistentemente disposiciones prontas y sabias, orientadas a mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos.
La desilusión se asienta unos meses después de electo el supuesto mesías. La desesperanza se acentúa entre más inflamos el perfil de los líderes. Los vemos menos a gusto que cuando estaban arengando en la tarima. Su intento por domar a la intrincada administración pública les hace ver titubeantes. O, peor aún, sus resultados traicionan sus promesas. Continúa la danza de los millones… la plata nunca alcanza. Ante el fracaso, se culpa al gobierno anterior o a un enemigo extranjero. Estallan las confrontaciones entre funcionarios de los organismos Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Se socava la credibilidad del sistema democrático y, frustrados, muchos claman por un dictador que ponga orden, aunque no sea benevolente.
El sentimiento es comprensible, pero deberíamos pedir, no un líder poderoso, sino un aparato público menos oneroso e interventor, y más libertad para ir solucionando nuestros problemas sin depender de papá gobierno.