El Kim Jong-un centroamericano
El drama nicaragüense ha contado con el silencio, la apatía o la complicidad de muchos actores internacionales.
No pretendo sugerir que algún heredero de la familia Kim, que gobierna con control absoluto a Corea del Norte desde hace más de setenta años, haya decidido migrar hacia zonas más cálidas como es el caso de la región centroamericana. Tampoco pretendo sugerir que aquel bizarro régimen haya decidido buscar un país donde proyectar su poder político o económico, ya que apenas tiene para poderse sostener así mismo en los miles de kilómetros cuadrados que tiene su territorio. Me refiero a un asunto más penoso y extraño, que es el ejemplo que esta distante dictadura promueve y que, con matices, está siendo replicada en pleno siglo 21 en un país de nuestra región.
El marxismo norcoreano, que ya lleva tres generaciones de la misma familia en el poder, le ha brindado al dictador la receta.
Nicaragua es un país hermoso, con gente trabajadora, inteligente y muy valiente pero que ha tenido un historial muy accidentado en su vida política desde la independencia misma. Con una sucesión de dictaduras, períodos políticos de alta inestabilidad y ocupación de su territorio con presencias militares que les son ajenas, este país centroamericano ha gozado en pocos momentos de una democracia auténticamente libre. En plena guerra fría, por ejemplo, Nicaragua fue un cuadrado más del tablero en el que potencias enemigas se enfrentaron entre sí. En aquel entonces, la dictadura de Somoza fue sustituida por otra de diferente signo, siendo su principal rostro, el de Daniel Ortega. El mismo personaje que hoy, más de cuatro décadas después, regresó a poner en práctica las enseñanzas de su propia escuela.
Las dictaduras nunca han tenido segundas buenas partes. Lo curioso de este caso es que Daniel Ortega, luego de haber dirigido un régimen marxista con sabor local en los años ochenta -experimento que por cierto fue aplaudido por algunas voces que luego terminaron volviéndose contra él-, recuperó el poder no por las armas sino inicialmente a través de elecciones. Luego se terminó cansando de tener que consultar, en forma libre, a los nicaragüenses sobre su permanencia en el poder. En el último proceso, Ortega decidió ganar los comicios recurriendo al espantoso expediente de encarcelar a todos los candidatos de la oposición.
A partir de allí, nada ha sido ya obstáculo o límite para el ejercicio de un poder omnímodo. Cancelar personalidades jurídicas, intervenir los procesos de elección institucionales, controlar patrimonios de entidades sociales, perseguir, expulsar y hasta encarcelar a representantes de la iglesia católica ha sido parte del libro de jugadas que este gobernante ha utilizado para terminar de capturar todos los resortes de poder.
Sin embargo, faltaba una jugada más y ésta la ha extraído del ejemplo norcoreano. Para asegurarse la continuidad de su control una vez haya dejado este mundo, ha tenido la ocurrencia de modificar la constitución para crear una Copresidencia y así asegurar el derecho de sucesión nada menos que de su propia esposa. O sea, una especie de régimen dictatorial dinástico, algo a lo que ni Ceasescu, Gadafi o Hussein hubieran osado a aspirar en sus mejores momentos. El modelo del marxismo norcoreano, que ya lleva tres generaciones de familia en el poder, le brinda la receta. El drama nicaragüense ha contado con el silencio, la apatía o la complicidad de muchos actores internacionales. Solo así se explican los niveles de absurdo, propios del realismo mágico, al que ha llegado. Pero la historia siempre se reserva sorpresas. Son esas vueltas de tuerca, muchas veces inesperadas, las que necesita el pueblo nicaragüense, tan digno como sufrido, para terminar con su calvario.