La buena noticia

El culto razonable

Comer a Cristo equivale a adherirse a Él por la fe, es decir: aceptarle.

La apertura a lo Absoluto pertenece intrínsecamente al espíritu del ser humano. Para el hombre moderno, aislado en su propia subjetividad, la existencia de Dios y su papel en la vida cotidiana suele dejar de ser algo evidente. Sin embargo, la verdad de Dios es y sigue siendo accesible de diversas maneras: justificamos racionalmente su existencia al examinarnos a nosotros mismos; por la fe —revelada— sabemos que se trata de una realidad incondicionada y personal, más allá de los sentidos, pero comprensible. Cuando nos comportamos religiosamente, no nos estamos engañando con nuestra imaginación, sino entrando en una relación real con un ser también real.


Una expresión concreta del comportamiento religioso es el culto, entendido como los actos individuales o colectivos por los cuales se expresa la relación con Dios. Los cultos paganos no implican ninguna exigencia de conversión. En cambio, el culto cristiano es una participación en la acción salvífica de Dios en la profunda adhesión de fe, en el compromiso de vida y la esperanza en el futuro. La sociedad actual es un bazar de novedades que compite por la atención de los consumidores. Un culto avasallado por la captación de adeptos es autorreferencial, se emplaza en las emociones pasajeras y se convierte en un espectáculo de entretenimiento, útil solo para acallar momentáneamente la conciencia.


El culto cristiano tiene su plenitud en Jesucristo. Su Encarnación es el inicio y se prolonga en todos los actos de su vida. El momento crucial es su pasión y muerte, con la cual “ofreció al Padre un sacrificio perfectísimo, de incomparable naturaleza y valor”. El culto cristiano fundamentalmente consiste en la prolongación de las obras salvíficas de Cristo y la adhesión interior y exterior a las mismas, mediante una verdadera participación. Por institución del mismo Cristo, su obra redentora y la transmisión de su contenido espiritual, se hace presente por medio de realidades espirituales y sensibles —sacramentos— celebradas en la liturgia. El culto eucarístico instituido en la última cena es el momento culminante de ese misterio de “comunión” y salvación.

La Celebración eucarística expresa el cumplimiento del nuevo y definitivo culto pero ciertamente no lo agota.


La verdad de ello se expresa en la fuerte afirmación del evangelio de san Juan en el capítulo 6: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él”. Jesús reitera con gran fuerza la necesidad de recibirle como alimento para participar en la vida divina. Sus interlocutores entienden el sentido propio y directo de esas palabras y les causa extrañeza. Por eso Jesús después insistirá en su afirmación, confirmando lo que ellos habían entendido. El verbo original utilizado por Él podría traducirse como masticar, declarando todavía más el realismo de la eucaristía: se trata de una verdadera comida.


Comer a Cristo equivale a adherirse a Él por la fe, es decir: aceptarle. Pero tanto la fe en Cristo como comer su Carne y beber su Sangre no son dos realidades autónomas sino profundamente unidas. La primera está orientada hacia la segunda: para comer y beber la Carne y Sangre de Cristo es necesario adherirse a Él por la fe.


La Celebración eucarística expresa el cumplimiento del nuevo y definitivo culto pero ciertamente no lo agota. El culto en “espíritu y verdad” abarca toda la existencia y para que sea agradable a Dios debe transformar la vida entera. Hay que vivir eucaristizados y hay que eucaristizar la vida, “anunciando a todos la buena noticia de la presencia viva y vivificante de Jesús en medio de nosotros”. El culto razonable es este: la ofrenda total de la propia persona en comunión con Cristo y con la Iglesia (Cf. Rm 12, 1).

ESCRITO POR:

Tulio Omar Pérez Rivera

Licenciado en Teología Litúrgica por la Universidad Pontificia de la Santa Cruz de Roma. Durante varios años fue párroco en zonas indígenas cakchiqueles. Actualmente es obispo auxiliar de Santiago de Guatemala.