El bautismo del Señor
Jesús, al escuchar a Juan pidiendo conversión a la justicia y vuelta a Dios, se integró a su movimiento, bautizándose.
Este domingo las comunidades eclesiales celebran la fiesta del Bautismo del Señor. Así concluyen el hermoso tiempo de Navidad e inauguran, a la vez, la fascinante misión de Jesús entre los pueblos empobrecidos de Galilea. El fin de la misión de Jesús es animarlos en sus vidas, recuperar su dignidad mancillada y dejarse abrazar por la ternura y misericordia de Dios que los ama y camina con ellos, infundiéndoles esperanza para no desmayar frente a las difíciles y desafiantes realidades provocadas por el sistema político-religioso en que vivían.
Jesús, al escuchar a Juan pidiendo conversión a la justicia y vuelta a Dios, se integró a su movimiento, bautizándose.
El relato del Evangelio (Lucas, 3, 15-16.21-22) es una teofanía, es decir, una manifestación de Dios que acredita a Jesús como el Hijo predilecto en quien se complace. Los signos de esta teofanía son: el cielo abierto, la voz del Padre y la acción del Espíritu. El pueblo es testigo de este acontecimiento, convirtiéndolo en destinatario de la Santa Misión Popular de Jesús inaugurada en aquella zona periférica del Imperio romano y de Jerusalén.
“El pueblo estaba en expectación”, provocado por el estilo de vida de Juan y su mensaje profético, cimbrando las estructuras ya podridas y en decadencia de aquella sociedad. Como un gesto de aceptación y adhesión incondicional a la propuesta de Juan, la gente se bautizaba en el Jordán. Era tan auténtico en lo que hacía y decía, que hasta Jesús quedó cautivado, y junto con el pueblo, haciendo fila como todos, se bautizó y manifestó su compromiso solidario con la causa enarbolada por el Bautista.
Aquel bautismo era el signo de una época nueva de paz y armonía, de justicia y fraternidad que comenzaba a abrirse con esperanza para aquellas comunidades subyugadas y manipuladas por las élites religiosas, políticas y económicas, que siempre actuaban a espaldas del pueblo, aprovechándose de los sufrimientos de los más pobres y lejos del proyecto de Dios.
En Jesús de Nazaret —un hombre ya maduro, de convicciones firmes, opciones radicales y en pleno vigor— el verdadero Dios de la Antigua y Nueva Alianza le apuesta a la justicia y a la fraternidad, a la solidaridad y a la vida digna. Por eso, la manifestación de Dios en aquel momento es ratificación y declaración de todo su apoyo a la Misión de su Hijo predilecto, que se sitúa en la línea de los grandes profetas de Israel.
Esto explica el enfoque y la dirección que le dará Jesús a su vida. Sus esfuerzos se orientarán a mantener viva y operante esa confirmación del Padre, para que su proyecto de vida y solidaridad se encarne en la historia de los pueblos y culturas.
Ese mismo horizonte asumido por Jesús, como la voluntad y el proyecto del Padre, es el que hoy debemos recorrer ante una realidad de injusticia y egoísmo, de desigualdad y tanta corrupción que nos asfixia y desespera en Guatemala. Por eso, el ejemplo de Jesús sigue vigente, pues cuando escuchó el mensaje de Juan Bautista que pedía conversión a la justicia y vuelta a Dios, se integró a ese movimiento, bautizándose, para sumarse a esa causa.
El Año Jubilar de la esperanza y en el proceso sinodal es nuestra oportunidad para apropiarnos de esa misma causa que hoy se traduce en escuchar los gritos de la humanidad, de la Madre Tierra y provocar un cambio cultural y estructural para que la paz sea duradera en nuestros pueblos. Urge llegar a “quien se siente postrado por su propia condición existencial”, a quien se siente “condenado por sus propios errores”, a quien se siente “aplastado por el juicio de los otros, y ya no logra divisar ninguna perspectiva para su propia vida”. (Francisco, Mensaje de la Paz, 2025).