Fundamentos
Cuando veas las iglesias de tu vecino arder
La caída demográfica y la pérdida de la propia cultura son causas esenciales del problema migratorio.
Una imagen verdaderamente impactante fue transmitida por los medios de comunicación hace apenas unos pocos días. La iglesia de Saint-Omer, en el norte de Francia, fue pasto de las llamas, consumiéndose en ese incendio un patrimonio histórico, arquitectónico y espiritual de varios siglos. Aun cuando todo apunta a que este hecho fue producto de un acto solitario de estúpida piromanía, en las primeras horas se levantaron voces contra los inmigrantes musulmanes, adjudicándoles, sin mayor análisis, la autoría de este deleznable hecho.
Esta historia nos recuerda el drama que viven las sociedades occidentales en Europa, donde una migración sin precedente está cambiando el paisaje cultural, religioso y hasta político de ese continente. Esto sucede en un contexto electoral en el que resurgen los partidos políticos que en algunos países reclaman proteger a sus respectivas naciones ante lo que consideran una invasión en toda regla. Los ánimos se han exacerbado de manera tal que un mensaje del Papa Francisco sobre la importancia de la solidaridad y la caridad para con las personas que abandonan sus países de origen se convirtió en motivo para un linchamiento en las redes.
En la historia de la humanidad los flujos migratorios siempre han existido. Los estudiosos del tema nos recuerdan que las grandes migraciones, al menos de diez siglos para acá, han ocurrido siempre de este a oeste y su incentivo ha sido la búsqueda de mejores oportunidades y mejores climas para habitar. Los flujos de pueblos caucásicos hacia Europa, el de los europeos hacia américa, y los de los latinos hacia Estados Unidos testifican esta aseveración. Así que en esto no hay nada nuevo. Sin embargo, el reto reciente de la migración hacia Europa tiene al menos tres factores nuevos que le agregan complejidad.
Recuperar la cultura que dio origen a la civilización occidental es imprescindible.
La caída en la tasa demográfica de estos países, la ausencia de una estrategia coherente de acogida y, por último, el dar la espalda a los valores culturales, sociales y religiosos que configuraron la civilización europea, es lo que hace que hoy quienes migran, llevando consigo su cultura, su fe y sus tradiciones, den la impresión de que están provocando un proceso de sustitución y suplantación del orden social en estos países. De allí que a veces surjan ideas de levantar paredes más altas o de reaccionar con violencia ante estos nuevos inquilinos.
Es cierto que esfuerzos ya se hacen desde el ámbito de la política pública para ofrecer respuestas más coordinadas o efectivas. El pacto de asilo y migración de reciente suscripción por el parlamento europeo, con sus grandes errores o aciertos, dependiendo de quien lo vea, es un nuevo intento por buscar estrategias diferentes. Pero percibo que la discusión esta obviando algo más profundo, más estructural, más importante, que subyace detrás de esta cuestión.
Me refiero a los valores que definieron a la Europa que hoy corre el riesgo de extinguirse poco a poco. Si no hay un esfuerzo por recuperar, sin complejos y sin prejuicios, los valores de la civilización cristiana que inspiró su estructura social, sus instituciones, sus fundamentos morales, hasta su arquitectura y arte, nada podrá garantizar una sana convivencia, pues siempre se tendrá la sensación de que alguien o algo llegará a tomar el lugar en ese gran vacío que ha quedado.
El refrán dice que cuando veas las barbas del vecino arder, hay que poner las propias en remojo. Es tiempo de dar de nuevo sentido a esa cultura que es la base de todo aquello que hoy occidente proclama defender.