Pluma invitada

Cicatrices del pasado, lecciones para el futuro

El Holocausto debe siempre recordarnos lo que un régimen extremo, unido por el odio al prójimo, puede hacer y causar.

Tengo pocas memorias de mi abuelo Mordejai. Lamentablemente, él murió cuando yo era joven. Sin embargo, tengo un vívido recuerdo de una cicatriz grande y larga que le surcaba la cabeza. Cuando era niño solía preguntar qué era esa cicatriz. Siempre recibía una respuesta en voz baja, casi como un susurro: “Es de la guerra”. ¿Qué guerra?, yo me preguntaba. Pero sin respuestas.


Como estudiante de la universidad, encabecé una delegación en la “Marcha de la Vida”, programa anual que lleva personas a Europa a conocer la historia del Holocausto. Antes de viajar comencé a cuestionar a mi madre acerca de la historia de mi abuelo. Quería enterarme de los detalles de todo lo que pasó en “la guerra”.


Mi mamá, como otros descendientes de los sobrevivientes del Holocausto, no tenía respuestas. Sus padres, ambos sobrevivientes, insistían en no compartir el pasado. Algunos no querían revelar sus horrores, otros tenían vergüenza, y había quienes intentaban reprimir sus recuerdos. Acabé por descubrir parte de los hechos gracias al hermano menor de mi abuelo, quien había pasado la mayor parte del tiempo junto a él y lo sobrevivió. La historia comienza en Działoszyce, una pequeña aldea en Polonia, donde antes de la guerra el 75% de sus habitantes eran judíos.


Mi abuelo fue informado de que los judíos de Działoszyce serían deportados el 2 de septiembre de 1942. La víspera de la deportación, los hermanos huyeron de acuerdo a un plan de fuga que tenían. Esa fue la última vez que vieron a sus padres y otros miembros de la familia. A partir de aquel día, lo que los mantuvo vivos fue estar moviéndose de un lugar a otro, y siempre estar productivos.


El primer gran campo al que fueron transportados fue al campo de trabajo de Płaszów, donde mi abuelo ayudó a su hermano a mantenerlo vivo. De allí fueron trasladados al campo de concentración de Buchenwald, en Alemania. En ese campo mi abuelo consiguió trabajo para él y su hermano, que garantizó la supervivencia de ambos.

Nuestro papel, como humanidad, es garantizar que brutalidades como esa no se repitan.


Después de algunos meses, mi tío abuelo fue trasladado al campo de exterminio de Mauthausen, en Austria, y mi abuelo intentó rescatarlo. Un soldado nazi lo golpeó en la cabeza con un hacha hasta que perdió la conciencia —así surgió la cicatriz. Hacia el final de la guerra, mi abuelo fue deportado al campo de exterminio y concentración de Terezinstadt, hoy en la República Checa. Terezinstadt era usado como un instrumento de propaganda por los nazis, por lo que, de los 144 mil judíos que estaban allá, sobrevivieron 17 mil.


El Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto, el 27/01, es un homenaje a las víctimas, y recuerdo del genocidio que resultó en la aniquilación de seis millones de judíos y otros millones por el régimen nazi. Nuestro papel, como humanidad, es garantizar que brutalidades como esa no se repitan. El Holocausto debe siempre recordarnos lo que un régimen extremo, unido por el odio al prójimo, puede hacer y causar.


En la aldea donde mi abuelo nació no quedan más judíos, ni uno: los pocos que sobrevivieron se fueron. Lo que acostumbraba ser una vibrante comunidad judía, llena de historia y cultura, es hoy un lugar de restos de memorias distantes y dolorosas del pasado.


Cuando mi primer hijo nació en Israel, era una prueba de la victoria de mis abuelos, la victoria de la sobrevivencia. Su nombre continuará vivo a través del nombre de mi hijo: Mordejai.


Esperamos que esta memoria del Holocausto, especialmente cuando el antisemitismo está creciendo, sirva para recordarnos los seis millones de judíos que fueron asesinados y que las atrocidades no pueden repetirse jamás.

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