Con otra mirada
Cátedra de Derecho
Invita al pueblo, que tanto se esforzó por elegir un cambio, a exigir por que este se cumpla.
La semana pasada opiné sobre la manera de actuar del presidente Arévalo en su intento por resolver legalmente las condiciones en las que recibió el país y el nivel de dificultad para su gobernabilidad al que, a lo largo de décadas, la corrupción organizada llevó su estructura administrativa. Como sabemos, tal estado de cosas funcionó a la perfección para beneficio de explotadores de viejo cuño, como de nuevos, que alegremente se sumaron a esquilmar las arcas nacionales a costa del atraso del país y de la miseria; sistema que tiene sustento en la herencia colonial de la explotación, la encomienda, la discriminación y el racismo que perversamente y a propósito hace prevalecer.
Con el agravante de estar dispuestos a mantener el poder por medio del espurio control de esas instituciones
El Comité de Relaciones Políticas del Movimiento por la Auténtica República Democrática (ARDE) ha insistido en las medidas legales que asisten al presidente para cumplir con su función, instando a aplicarlas sin más dilación. Sin embargo, y así lo acoté, aquello sería posible si tuviéramos un estado de Derecho. Pero no es así. La cooptación de los poderes Legislativo y Judicial lo impide, con el agravante de que sus dirigentes están dispuestos a mantener el poder por medio de su espurio control, por lo que deben ser defenestrados. Realidad que coloca al país en una situación de fragilidad y crisis que invita al pueblo que tanto se esforzó por elegir un cambio a exigir por que este se cumpla. Ese estado de cosas trajo a mi memoria el texto del que tomé el título para este artículo: Cátedra de Derecho, que ahora transcribo:
“Una mañana cuando el nuevo profesor de “Introducción al Derecho” entró en la clase lo primero que hizo fue preguntar el nombre a un alumno que estaba sentado en la primera fila:
“¿Cómo te llamas?
“Me llamo Juan, señor.
“¡Vete de mi clase y no quiero que vuelvas nunca más! —gritó el desagradable profesor—. Juan estaba desconcertado. Cuando reaccionó, se levantó torpemente, recogió sus cosas y salió de la clase. Todos estábamos asustados e indignados, pero nadie dijo nada.
“Está bien. ¡Ahora sí! ¿Para qué sirven las leyes? Seguíamos asustados, pero poco a poco comenzamos a responder a su pregunta: “Para que haya un orden en nuestra sociedad”. ¡No! contestó el profesor. “Para cumplirlas”. ¡No! “Para que la gente mala pague por sus actos”. ¡No! ¿Pero es que nadie sabrá responder esta pregunta? “Para que haya justicia”, dijo tímidamente una chica. ¡Por fin! Eso es… para que haya justicia. Y ahora, ¿Para qué sirve la justicia?
“Todos empezábamos a estar molestos por esa actitud tan grosera. Sin embargo, seguíamos respondiendo: “Para salvaguardar los derechos humanos”. Bien, ¿qué más?, dijo el profesor. “Para discriminar lo que está bien de lo que está mal”… Seguimos… “Para premiar a quien hace el bien”.
“Ok, no está mal, pero… respondan a esta pregunta ¿Actué correctamente al expulsar de la clase a Juan? Todos nos quedamos callados, nadie respondía. Quiero una respuesta decidida y unánime.
“¡No!, dijimos todos a la vez.
“¿Podría decirse que cometí una injusticia?
“¡Sí!
“¿Por qué nadie hizo nada al respecto? ¿Para qué queremos leyes y reglas si no disponemos de la valentía para llevarlas a la práctica? Cada uno de ustedes tiene la obligación de actuar cuando presencia una injusticia. Todos. ¡No vuelvan a quedarse callados nunca más!
“Vete a buscar a Juan —dijo, mirándome fijamente—.
“Aquel día recibí la lección más práctica de mi carrera de Derecho. Cuando no defendemos nuestros derechos perdemos la dignidad, y la dignidad no se negocia”.