Políticas públicas
Ampliación presupuestaria: lo bueno, lo malo y lo feo
Razonable en lo macroeconómico; cuestionable en cuanto a la transparencia; falible en lo
político.
La ampliación al presupuesto del Estado aprobada recientemente (¡hasta en dos ocasiones!) por el Congreso ha suscitado una serie de reacciones y elucubraciones que invitan a hacer una reflexión serena sobre sus efectos reales (unos buenos y otros malos).
Los aspectos positivos de la ampliación están referidos, en su mayoría, al campo de la macroeconomía, donde puede afirmarse que el nuevo presupuesto resultante para 2024 muestra cifras razonables y prudentes. En efecto, la ampliación se justifica porque el presupuesto con el que se estaba trabajando era el de 2023. Dado que los ingresos fiscales del presente año serán mayores a los del año previo, cae por su peso que era menester readecuar el presupuesto (lo que debió hacerse desde hace meses) a esa nueva realidad para darle mayor certeza y transparencia a las finanzas gubernamentales. Dado que la mayor parte del gasto ampliado será cubierta con ingresos corrientes, el déficit fiscal resultante resulta razonable (y, en la práctica, muy probablemente será menor al aprobado por el Congreso, ya que el Gobierno no podrá, de aquí a fin de año, ejecutar todo el presupuesto), al tiempo que la deuda pública permanece en niveles muy confortables. Esas son buenas noticias, tal como reconoció la propia agencia calificadora Moody’s al resaltar los buenos fundamentos macroeconómicos del país y el hecho de que la ampliación da un mayor marco de certeza y orden fiscal para 2024.
Lo feo (y preocupante) de la ampliación recae en el ámbito político.
Sin embargo, diversos aspectos de la ampliación pueden calificarse de inconvenientes, particularmente en materia de transparencia y calidad del gasto público. Por ejemplo, se incluyó un incremento extraordinario de casi Q2 millardos para los Consejos de Desarrollo, sin explicación ni justificación técnica; no hay que olvidar que el sistema de consejos ha sido tachado, desde hace años, de ser un mecanismo opaco e ineficiente de gasto público, y no hay razones para pensar que eso va a ser distinto ahora. Otro ejemplo son los incrementos asignados al Ministerio de Agricultura: Q500 millones para adquirir fertilizantes, semillas y aperos, exonerando la obligación de usar procedimientos de adquisición pública transparentes y competitivos; y, Q500 millones para un fondo de crédito campesino que carece de reglas claras para la entrega de tales recursos. Está claro que en varios rubros de la ampliación faltó incluir mecanismos de rendición de cuentas, amén de que no se ve ninguna priorización estratégica del gasto público.
Finalmente, lo feo (y preocupante) de la ampliación recae en el ámbito político: la forma apresurada en que se aprobó (sin siquiera basarse en un dictamen favorable) ha dado lugar a amparos judiciales por parte de grupos opositores que, en tanto se resuelvan, restan certeza y confiabilidad a la política fiscal. Si bien es cierto que en la aprobación se lograron consensos políticos (sanos en cualquier democracia), también lo es que el proceso causó serias escisiones en varias bancadas (las únicas bancadas que votaron unificadas fueron las que cuentan con un solo diputado). Se ve que, cuando se trata de repartir dineros, las ideologías importan poco y que en nuestro sistema político casi no existen líneas partidarias ni prioridades programáticas. La forma en que se lograron las mayorías parlamentarias no solo siembra dudas sobre la solidez de los consensos obtenidos y sobre el espacio de gobernabilidad que se logró, sino que en nada contribuye a posicionar al presupuesto gubernamental como lo que debería ser: el instrumento en que se plasman las prioridades de política pública y una visión de Estado de largo plazo.