Liberal sin neo
Adversarios o enemigos
La política no es guerra, sino su mejor alternativa.
La Copa América y la Eurocopa se llevaron a cabo en semanas pasadas, dando gustos y disgustos a aficionados alrededor del mundo. El futbol y el deporte son emblemáticos de ciertos rasgos aspiracionales de instituciones sociales; se juega con reglas que se aplican de igual manera a todos. Los equipos e individuos que compiten son adversarios, no enemigos. El domingo pasado, Carlos Alcaraz venció a Novak Djokovic en la final del torneo de Wimbledon; cada jugador brindó su mejor esfuerzo para vencer al otro. Luego del último punto que dio la victoria a Alcaraz, ambos jugadores se encontraron en el centro de la cancha y se dieron un abrazo.
Los políticos necesitan respetar la diferencia entre un adversario y un enemigo.
El puente sobre el río Kwai (1957) es una de las mejores películas de todos los tiempos. Durante la Segunda Guerra Mundial, un contingente de prisioneros de guerra británicos bajo el mando del coronel Nicholson arriba a un campo de prisión japonés. El coronel Saito, comandante de la prisión, informa a los prisioneros que todos trabajarán en la construcción de un puente sobre el río Kwai. El coronel Nicholson objeta, citando los acuerdos internacionales de la Convención de Ginebra; soldados prisioneros forzados a trabajar lo harán bajo el mando de sus propios oficiales. El comandante japonés, Saito, propina una bofetada a Nicholson y le dice: “Estamos en guerra, no me hable de reglas”.
En Siguiendo a sus líderes (2023), Randall Holcombe propone que la idea de que las preferencias de los ciudadanos deban tomarse en cuenta para legitimar el poder y determinar políticas públicas es relativamente reciente en la historia de la humanidad. Previo a que cobraran influencia las ideas de la Ilustración en la última parte del siglo XVII, los ciudadanos eran vistos y se veían a sí mismos como súbditos de sus gobiernos. El deber de los súbditos era servir el interés de los gobernantes; las ideas de la Ilustración produjeron una ideología que revirtió esa relación. En lugar de que los ciudadanos sirvan al Estado, el Estado debiera servir a sus ciudadanos. La tesis de Holcombe es que en las democracias republicanas los líderes políticos en realidad no representan alguna voluntad popular, sino la persuaden a adoptar sus propias ideas.
En una columna publicada hace más de una década en el New York Times, Michael Ignatieff explica que para que la democracia republicana funcione, los políticos necesitan respetar la diferencia entre un adversario y un enemigo. Al adversario se le quiere derrotar; al enemigo puede ser necesario destruirlo. Llegar a un acuerdo con un adversario es honorable; el adversario de hoy podría ser un aliado mañana. Llegar a un acuerdo con el enemigo es apaciguarlo. La confianza es posible entre adversarios. Tratarán de ganar, pero competirán observando las reglas y aceptarán el veredicto de una pelea justa. Entre enemigos, la confianza es imposible. El enemigo no sigue las reglas, y si lo hace, será solo mientras alcanza su fin. Si el enemigo gana, cambiará las reglas para asegurarse de nunca ser derrotado.
La política no es guerra, sino su mejor alternativa; la democracia republicana es la manera de resolver diferencias de forma pacífica, haciendo que los votos otorguen legitimidad temporal condicionada por leyes generales. Cuando la política se percibe como guerra, la metáfora bélica, demonización del adversario como el anticristo e invocación del inminente apocalipsis ahoga la persuasión democrática. Donde guía el lenguaje, le sigue la conducta. Las personas en general no ven a sus semejantes como enemigos; líderes políticos escalan sus ambiciones tratando de persuadirlos de que lo son.