Armados con fusiles de asalto, acabaron con la vida de doce personas, incluido su director, Stéphane C harbonnier, Charb, y cuatro de los caricaturistas más famosos de Francia, y fueron abatidos dos días más tarde en una imprenta al noreste de París en la que se habían atrincherado.
Ese mismo día, fue “neutralizado” un cómplice de los dos hermanos, Amedy Coulibaly, que la víspera había asesinado a una agente de policía y después secuestró en un supermercado judío de la capital a una decena de rehenes, cuatro de los cuales murieron.
La afrenta contra la libertad de expresión, las fuerzas del orden y miembros de la comunidad judía, que elevó la alerta antiterrorista a su máximo nivel, despertaron en la sociedad francesa una indignación sin precedentes, que se resumió en la etiqueta #JeSuisCharlie.
En abril, superada la conmoción de esos primeros ataques, la Policía desbarató un atentado que tenía como objetivo una o dos iglesias al detener de forma fortuita al presunto terrorista, un estudiante de electrónica argelino que recibía órdenes desde Siria y a quien se responsabiliza del asesinato de una mujer.
La decapitación de un hombre el 26 de junio en Saint Quentin- Fallavier, a las afueras de Lyon, cuyo cuerpo fue rodeado de banderas del EI, volvió a concienciar a los franceses de la amenaza constante de ese peligro.
Esa muerte se produjo apenas dos días después de que la Asamblea Nacional francesa aprobara con carácter definitivo la polémica ley que da cobertura a la acción de los servicios secretos para luchar contra el terrorismo.
La sombra del yihadismo reapareció en agosto, el día 21, cuando un ciudadano marroquí armado con un kalashnikov, nueve cargadores, una pistola automática y un cúter protagonizó una nueva tentativa de ataque en un tren de alta velocidad Thalys que unía msterdam con la capital gala.
Tres pasajeros estadounidenses, junto a otro británico y uno francés, consiguieron reducirlo y recibieron la máxima condecoración francesa, la Legión de Honor, en reconocimiento a su valentía.
La masacre de mayor magnitud, el peor acto violento en Francia desde la Segunda Guerra Mundial, llegó a mediados de noviembre, el día 13, con una serie de ataques coordinados en París y en la periférica Saint Denis, en la que hubo 130 muertos, 89 de ellos en la sala de conciertos Bataclan, y más de 350 heridos.
El belga de origen marroquí Abdelhamid Abaaoud, presunto cerebro de esos últimos atentados, fue abatido cinco días después, en un asedio policial en Saint Denis en el que murieron otros dos yihadistas y tras el que se supo que planeaba un nuevo ataque en el distrito financiero parisino de La Défense.
“Sean cuales sean las precauciones que tomemos, el riesgo cero no existe”, ha advertido el ministro del Interior, Bernard Cazeneuve, consciente que la declaración del estado de emergencia, vigente hasta finales de febrero, no puede blindar del todo al país.
Este “-S a la francesa” -como se ha denominado a los ataques en los medios- tras el que Francia ha pedido ayuda a sus socios europeos, ha obligado también al país a cuestionar las fisuras en su sociedad.
Tras los atentados de enero, el primer ministro, Manuel Valls, recurrió al término “apartheid social, territorial y étnico” para calificar la situación de las zonas más conflictivas.
Y aunque después de la última matanza subrayó que nada justifica “tomar las armas contra tus compatriotas”, el titular de Economía, Emmanuel Macron, dejó caer que la población debe asumir una parte de la responsabilidad sobre el terreno en el que ha proliferado el yihadismo, ante la pérdida, en su opinión, de los valores republicanos.