Internacional

Volar, una actividad que solía ser rutinaria, es toda una hazaña durante la pandemia

La semana pasada me subí al transporte público en Fráncfort, algo que no había hecho desde febrero. Era el inicio de una travesía de casi 6500 kilómetros, hasta el otro lado del Atlántico, donde por fin vería a mi esposa después de tres meses de estar separados.

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Un salón tranquilo en el aeropuerto de Frankfurt en Frankfurt, Alemania, el 3 de junio de 2020. (Foto Prensa Libre: The New York Times)

Un salón tranquilo en el aeropuerto de Frankfurt en Frankfurt, Alemania, el 3 de junio de 2020. (Foto Prensa Libre: The New York Times)

En los 25 años que he vivido y trabajado en Alemania, he hecho ese viaje a Estados Unidos decenas de veces. Pero en esta ocasión, en plena pandemia, mi sensación fue que emprendía un viaje a lo desconocido.

Cruzar fronteras ya no es una actividad rutinaria. Los europeos todavía se consideran personas no gratas en Estados Unidos. Pensé en que viajaba de un país que apenas comenzaba a retirar las medidas de confinamiento con rumbo a otro en el que el virus todavía se propaga en algunas comunidades.

Al final de ese largo día, estaría con mi esposa, Bettina. Sin embargo, la experiencia, frustrante y surreal en distintos momentos, me dejó la impresión de que volar nunca volverá a ser lo mismo.

En cuanto intenté conseguir un vuelo me quedó claro que viajar es más difícil en estos días. Lufthansa no me permitió validar en línea un cupón por un viaje cancelado, así que tuve que llamar al centro de asistencia telefónica, que no se daba abasto para atender todas las solicitudes. Después de una larga espera, aceptaron mi reservación y todo pareció resuelto. Por desgracia, olvidaron enviar la confirmación a mi correo electrónico, así que ni siquiera estaba seguro de tener una reservación válida.

Una sala casi desierta en el aeropuerto de Frankfurt en Frankfurt, Alemania, el 3 de junio de 2020. (Felix Schmitt / The New York Times)

Tras varios intentos fallidos por comunicarme de nuevo, incluida una instancia en que después de más de una hora de espera en la línea mi llamada se desconectó, logré confirmar mi reservación. Fue solo 24 horas antes de que saliera vuelo.

El día de mi vuelo, Lufthansa anunció que había perdido 2100 millones de euros (o 2400 millones de dólares) en el trimestre debido a que el tráfico de pasajeros casi se suspendió durante la pandemia del coronavirus. Así que mi pregunta para la administración de Lufthansa es la siguiente: si necesitan clientes, ¿por qué hacernos tan difícil reservar un boleto?

Unas veinte personas estaban en la fila para documentar cuando llegué al aeropuerto de Fráncfort la mañana de mi viaje. Por lo regular, los vuelos a Estados Unidos van llenos de turistas alemanes. En esta fila, en cambio, todos hablaban inglés con acento estadounidense. Por lo que alcancé a escuchar de sus conversaciones sobre despliegues y las mochilas de camuflaje que llevaban, pude deducir sin problemas que se trataba de personal del Ejército que iba de regreso al país para reunirse con la familia.

Por mi parte, me llevé un tremendo susto cuando un empleado de la aerolínea que estaba revisando pasaportes me pidió salir de la fila y esperar a un lado al personal de inmigración. En vista de los problemas que había tenido con Lufthansa, los nervios se me pusieron de punta de solo pensar en todas las marañas administrativas que podrían complicarme el viaje.

Por suerte, resultó que inmigración buscaba a alguien de nombre parecido, pero a quien le doblaba la edad.

Unos cuantos minutos después ya tenía el pase de abordar y caminaba por una serie de pasillos con tiendas libres de impuestos cerradas. Podía escuchar el eco de mis propios pasos al caminar por el piso de mármol pulido.

Jack Ewing, periodista del New York Times, toma una escalera mecánica antes de un vuelo en el aeropuerto de Frankfurt en Frankfurt, Alemania, el 3 de junio de 2020. “En medio de la pandemia, se sintió como un viaje a lo desconocido”, escribe Ewing. (Felix Schmitt / The New York Times)

Lo más curioso es que desplazarme por el aeropuerto desierto me provocó una extraña sensación placentera. Gran parte del estrés que causa viajar en avión se debe a las largas filas en las que debes esperar de pie y las dificultades de abrirte paso a través de las multitudes, pero ahora el ambiente en Fráncfort era de paz. Incluso los empleados encargados de manejar las bandejas de plástico en la revisión de seguridad parecían alegres.

Esa peculiar sensación de alborozo no me abandonó al subir al avión, un Dreamliner de Boeing operado por United Airlines, línea que pertenece al grupo Star Alliance al igual que Lufthansa. Había por lo menos un asiento libre entre cada pasajero, salvo en el caso de las familias. En otras palabras, no íbamos apretujados como sardinas.

United nos aseguró que habían desinfectado a conciencia el avión. De cualquier forma, limpié los apoyabrazos y el asiento con una toallita desinfectante. Además, me dejé puesto el cubrebocas todo el viaje.

El único aspecto decepcionante fue la comida. No es que cuando vuelas esperes que la comida sea excelente, pero como medida para garantizar la mayor seguridad sanitaria, el “pollo picante” que no sabía a nada y el vasito con fruta venían en paquetes sellados con película plástica que debías retirar. Lo peor es que, al terminar, nadie nos ofreció café ni té.

Me parece que nunca volveremos a tener algunos pequeños privilegios, como el café y el pan fresco.

Unas ocho horas después, que pasaron sin ningún contratiempo, aterrizamos en el aeropuerto internacional de Dulles cerca de Washington, donde planeaba tomar una conexión a Burlington, Vermont. Es la ciudad donde crecí y donde mi esposa y nuestra hija de 24 años habían pasado la pandemia.

La llegada a Estados Unidos era la parte del viaje que más me preocupaba. La forma oficial que llené antes de aterrizar, al igual que el resto de los pasajeros, indicaba que las personas procedentes de la Unión Europea no eran bienvenidas. No decía que hubiera algún tipo de excepción aplicable a ciudadanos estadounidenses como yo, aunque sabía que, en teoría, aplicaba algo así.

Pero todo fluyó sin mayor problema. En Dulles, una mujer con una bata de enfermera revisó mi forma, me preguntó si me sentía enfermo y me puso un sensor en la frente.

El avión a Burlington, también de United, iba tan vacío que el piloto les pidió a los sobrecargos que movieran a los pasajeros al frente.

“La cola del avión está un poco pesada”, explicó a través del sistema de comunicación.

Vermont pide que la gente que llega de fuera del estado se mantenga en cuarentena catorce días. Pero no vi que nadie tomara nombres cuando aterricé; solo tuve ojos para el sonriente rostro de mi esposa. Me pareció que la única indicación era un letrero a la salida del aeropuerto, del tipo que los trabajadores viales colocan para informar que hay una obra más adelante.

El mensaje era: “Quédate en casa”.

Al parecer, subestimé al gobierno estatal de Vermont. Unos días después, recibí una llamada telefónica; al otro lado de la línea, una amable voz femenina, que llamaba del Departamento de Salud, preguntó si me sentía bien y me recordó las reglas de la cuarentena, además de ofrecerme información sobre los lugares donde podía obtener una prueba de coronavirus si la quería. Respondí que estaba bien y le agradecí la llamada.

Jack Ewing, periodista de The New York Times, toma el tren para ir al aeropuerto en Fráncfort, Alemania, el 3 de junio de 2020. (Felix Schmitt/The New York Times)

Panorama del aeropuerto de Fráncfort casi desierto, en Fráncfort, Alemania, el 3 de junio de 2020. (Felix Schmitt/The New York Times)