Para empezar, Scheherezade no es una persona, sino un superyate de lujo de 140 metros. Además, funcionarios estadounidenses afirman que es probable que su verdadero dueño, a través de una neblina de intermediarios, sea el presidente ruso, Vladimir Putin.
Los decomisos policiacos de enormes yates de lujo en puertos europeos se han convertido en el símbolo más visible del esfuerzo de Occidente por aplicar medidas contra Putin y su círculo cercano en respuesta a la invasión rusa de Ucrania.
No obstante, también son una evidencia muy visible de la corrupción de la clase gobernante rusa. El Scheherezade tiene la herrería de baño chapada en oro, helipuerto y una pista de baile que se convierte en piscina (lo que plantea la pregunta inesperada de si Putin es un fanático de la película clásica “Qué bello es vivir”). No hace falta decir que todo está muy lejos del alcance de un salario gubernamental.
Por lo que la embarcación reluciente es un recordatorio concreto muy útil de lo que los expertos en Rusia han señalado por años: que es imposible entender el régimen de Putin sin comprender la corrupción que por turnos lo ha creado, alimentado, moldeado y restringido. Y que eso podría, algún día, probar ser lo que acabe con él.
Precisar los detalles de esa corrupción sería la labor de una vida. Sin embargo, dos ideas simples pueden ayudarte a comprender el panorama. La primera se trata de corrupción sistémica donde sea que ocurra: no es principalmente un problema de inmoralidad individual, sino una trampa de acción colectiva. La segunda tiene que ver con Rusia: se quedó estancada en esa trampa como resultado de su fallida y finalmente incompleta transición a la democracia en la década de los noventa.
Un problema de acción colectiva
Solemos pensar en la corrupción como un fallo de moralidad, cuando una persona codiciosa decide beneficiarse desviando recursos públicos para la ganancia personal. Sin embargo, aunque eso no es exactamente falso, no aborda lo más importante: que la corrupción es una actividad grupal. Necesitas a quienes den y reciban sobornos, a quienes desvíen recursos y revendan los recursos, a quienes miren hacia otro lado y a quienes exijan una parte a los que reciben.
Cuando ese tipo de comportamiento de red de corrupción se vuelve extenso, crea su propio sistema paralelo de recompensas… y castigos.
“Lo que es diferente con la corrupción sistémica es que es el comportamiento esperado”, comentó Anna Persson, una politóloga de la Universidad de Gotemburgo, en Suecia, que estudia la corrupción. “Estas expectativas hacen que sea muy difícil que los individuos se opongan, de verdad, a la corrupción, porque resistirse a ese tipo de sistema es muy costoso de muchas maneras”.
Aquellos que se rehusan a participar en la economía paralela de favores y sobornos son ignorados para ascensos, eliminados de los beneficios y detenidos en el camino al poder. Mientras tanto, quienes tienen habilidades para la corrupción suben en la jerarquía, ganan mayor autoridad, más recursos para distribuir a los secuaces y más capacidad para castigar a cualquiera que represente una amenaza para ellos. El resultado es un sistema en el que el poder y la riqueza se acumulan para aquellos dispuestos a jugar el juego de la corrupción y, aquellos que no, son olvidados en el camino.
La corrupción “sirve como un impuesto a los pobres, es como Robin Hood en reversa”, señaló Persson. “Todos los recursos se mueven hacia la cima del sistema, a un gran costo para la mayoría de la población”.
La evidencia más obvia de esa dinámica corrupta en Rusia son las propiedades de lujo y los megayates que pertenecen a altos funcionarios y sus asociados cercanos. Sin embargo, el daño es más profundo, ya que alcanza las vidas de las personas comunes y las priva no solo de los servicios gubernamentales y de los bienes que se desvían a bolsillos privados, sino a menudo de sus derechos básicos.
Algo de democracia, pero no la suficiente
Pero, ¿por qué la corrupción en Rusia llegó a tal grado? La respuesta, y parece contradictoria, está en la democratización.
O más bien, en la falta de ella, opinó Kelly McMann, una politóloga en Case Western Reserve University que estudia la corrupción y es una de las gerentas de V-Dem, un estudio extenso sobre la naturaleza y la fortaleza de la democracia en todo el mundo.
Había corrupción en la Unión Soviética. Pero tras su disolución en 1991, el crecimiento repentino y explosivo de la libertad de expresión y de asociación en Rusia y otros países y satélites que antes eran soviéticos generaron oportunidades nuevas, no solo para el desarrollo político y económico, sino para el crimen y la corrupción.
“Las libertades de expresión y de asociación no solo tienen que ser usadas para cosas buenas, también pueden ser utilizadas para actividades ilegales”, mencionó McMann. “Cuando las personas se pueden reunir y hablar con mayor facilidad, eso les permite planear, de verdad, corruptelas”.
Eso no habría sido tan malo si la democratización también hubiera traído consigo supervisión al poder ejecutivo, un poder judicial independiente que investigara y persiguiera crímenes. “Para tener capitalismo y mercados que funcionen, también necesitas construir instituciones. Requieres de bancos que puedan brindar crédito y un sistema legal sólido que proteja la propiedad”, puntualizó McMann.
Estonia siguió ese camino. Tras el colapso de la Unión Soviética, el nuevo Parlamento de Estonia, elegido de manera democrática, fortaleció el poder judicial y creó nuevas supervisiones al poder ejecutivo. Ahí, la corrupción se desplomó.
No obstante, en Rusia, el gobierno tomó en cuenta la insistencia de los asesores occidentales para sacar al Estado de la economía tanto como fuera posible a fin de permitir que el libre mercado floreciera. Las instituciones y las restricciones se perdieron en el camino. En ese vacío, las estructuras paralelas de la corrupción florecieron, lo que sacó a los políticos honestos del gobierno y a los negocios honestos del mercado.
Para finales de la década de los noventa, la corrupción de los funcionarios había prosperado en cada nivel de gobierno. En 1999, conforme el gobierno del presidente Boris Yeltsin comenzaba a debilitarse, las élites lo presionaron para que dejara el cargo en sus términos. Si Yeltsin ungía a quien había sido escogido como su sucesor, ellos se asegurarían de que él y sus familiares no enfrentarían un proceso por malversación de fondos gubernamentales.
Yeltsin estuvo de acuerdo. En agosto de 1999, Yeltsin presentó a ese sucesor: un joven agente de la KGB proveniente de San Petersburgo llamado Vladimir Putin.