Durante la pandemia, también se ha culpado a la globalización de poner a Estados Unidos en una postura de dependencia excesiva de suministros extranjeros tan variados que van desde equipo médico hasta semiconductores.
Esto ha provocado que muchos políticos —demócratas y republicanos— atiendan un tema que también fue un término mal visto durante mucho tiempo: la política industrial. Ellos quieren que el gobierno estadounidense tenga una mayor participación para determinar qué cosas se hacen y dónde. Los presidentes Donald Trump y Joe Biden han defendido la idea, así como miembros del Congreso, por ejemplo conservadores como Marco Rubio y Josh Hawley y progresistas como Alexandria Ocasio-Cortez y Elizabeth Warren.
Sin embargo, este entusiasmo por destinar miles de millones de dólares a ciertas industrias tal vez no funcione en la economía globalizada de la actualidad. Si el objetivo es enfocarse en metas claramente definidas y acordadas —entre ellas algunas que pudieran involucrar un poco de sacrificio de la eficiencia económica para tener seguridad nacional o una preparación para pandemias—, entonces una política industrial que sea totalmente nacional de hecho podría ser contraproducente.
En cambio, para tener éxito, se requerirá que pensemos en una política industrial híbrida. Esta integraría algunos de los aspectos buenos de la globalización, conservaría la competencia y coordinaría la política con países con ideologías similares para alcanzar objetivos comunes.
Un par de ejemplo sugieren las oportunidades… y las posibles dificultades.
Equipo de protección personal y semiconductores
El principal argumento en favor de una política industrial estadounidense tanto para el equipo de protección personal (EPP) como los semiconductores es el riesgo de que las fuentes extranjeras de suministro están demasiado concentradas a nivel geográfico.
Para el EPP, cuando atacó el coronavirus, la falta de batas en los hospitales y mascarillas en todo el mundo —ni qué decir de Estados Unidos— activó las alarmas entre los formuladores de políticas. Había un suministro adicional en el mundo, pero en su mayor parte estaba atascado en China.
Para solucionar ese problema, el Departamento de Defensa gastó casi 1200 millones de dólares. Decenas de empresas estadounidenses ya fabrican respiradores N-95, mascarillas quirúrgicas, batas para hospitales y guantes, e incluso algunas de las materias primas clave que necesitaba la cadena de suministro para garantizar que la producción se pudiera lograr en Estados Unidos.
Para los semiconductores, hace más de un año, a nadie parecía importarle la dependencia estadounidense de los chips de alta gama hechos en Taiwán y Corea del Sur. No obstante, con la escasez mundial, ahora a todos nos importa… en especial a las automotrices.
Los dos países son focos geopolíticos y no son inmunes a las sequías, los tifones y otros desastres naturales que pueden interrumpir el suministro. El Congreso está usando la situación a fin de promover una legislación bipartidista para que se destinen más de 50.000 millones de dólares en subsidios federales a la industria de semiconductores de Estados Unidos.
Sin embargo, el objetivo no debería ser la autosuficiencia nacional a cualquier costo. Cuando se esfume la pandemia, habrá menos demanda de algunos de estos productos y bajarán los precios.
Para el EPP, esto quiere decir que los hospitales conscientes de sus presupuestos buscarán comprar opciones más baratas que no sean producidas en Estados Unidos. Las empresas estadounidenses querrán continuar con los subsidios o con una protección en contra de las importaciones. De hecho, un grupo de pequeñas empresas ya ha organizado la Asociación Estadounidense de Fabricantes de Mascarillas para quejarse de que se están “tirando” mascarillas hechas en el extranjero en el mercado estadounidense y tal vez busquen aranceles para detener las importaciones. Sin embargo, los impuestos elevarían los costos de un sistema de atención médica que de por sí ya es extraordinariamente caro.
La meta de la política industrial se debería reservar para que la cantidad adecuada de capacidad nacional esté disponible en la siguiente emergencia sanitaria con el objetivo igual de importante de mantener costos médicos bajos. Los subsidios focalizados del gobierno, así como las regulaciones en torno a que los distribuidores médicos, los estados y los sistemas hospitalarios tengan más inventario de emergencia del que tenían antes de empezar la pandemia, serían una mejor política industrial que restricciones comerciales directas y cheques en blanco.
En el caso de los semiconductores, los esfuerzos del Congreso para cambiar la capacidad a Estados Unidos por medio de subsidios representan más desafíos. La buena noticia potencial es que la mayor parte de los subsidios podrían ser pagos únicos que les den las mismas oportunidades a los fabricantes vanguardistas, no solo los negocios estadounidenses, sino también del extranjero como TSMC de Taiwán y Samsung de Corea del Sur. Sin embargo, no hay ninguna garantía de que las empresas extranjeras vayan a empezar a fabricar sus productos vanguardistas en territorio estadounidense. De hecho, es menos probable que lo hagan si Washington sigue adoptando políticas unilaterales para controlar las exportaciones que puedan limitar dónde se pueden vender los semiconductores hechos en Estados Unidos: es decir, no en China.
Además, hay desventajas en regresar cierta producción. Estados Unidos no es inmune a los riesgos concentrados a nivel geográfico, como lo reveló la tormenta ártica de febrero en Texas, cuando una interrupción temporal de la red eléctrica cerró un grupo de plantas de semiconductores. Y, si el costo de los chips hechos en Estados Unidos es demasiado alto para las automotrices, mantener esas líneas de productos tal vez requiera de más que esos pagos únicos a las empresas.
Un mejor “Hecho en Estados Unidos”
Tanto por razones económicas como de seguridad, se necesita una mayor diversificación geográfica. Una mejor política de “Hecho en Estados Unidos” permitiría cadenas de producción globalizadas, en particular con proveedores de confianza en países con ideologías similares.
Esto implica que, si el objetivo es diversificar lejos de China —o, para ciertos productos como los semiconductores, Taiwán o Corea del Sur—, entonces Estados Unidos y sus aliados deberían realizar una estrategia coordinada. Esto requiere establecer límites en los pagos del gobierno a las industrias y resolver quién hace qué cosa en la cadena de suministro: un alto nivel de cooperación política.
Sin una coordinación de ese tipo, incluso los países con ideologías similares podrían terminar en guerras de licitación dando subsidios nunca antes vistos para atraer a fabricantes de semiconductores a sus costas. Esto podría dar como resultado una capacidad industrial excesiva, disputas comerciales y aranceles que cierren mercados.
No hay un escenario ideal. Desde hace tiempo, Estados Unidos y la Unión Europea se han enfrentado en torno a los subsidios agrícolas contraproducentes y las dos partes hace poco resolvieron una batalla costosa y de años por los subsidios a Boeing y Airbus que también incluyó aranceles a productos que no tenían ninguna relación, como el vino y el queso.
Además, al mismo tiempo que Estados Unidos está colaborando con otras grandes economías para eliminar los paraísos fiscales e imponer un impuesto mínimo global a las corporaciones multinacionales, los gobiernos no deberían competir para regresarles los ingresos fiscales a esas empresas de otra forma.
El gobierno de Biden parece dispuesto a probar esta estrategia coordinada. En la cumbre del G7 celebrada en junio, la administración de Biden accedió a una propuesta que resaltaba al EPP y los semiconductores y aspiraba a lograr “cadenas de suministro abiertas, diversificadas, seguras y resilientes”. En la cumbre de septiembre, el gobierno estadounidense y la Unión Europea acordaron evitar una “carrera de subsidios para los semiconductores y el riesgo de reducir las inversiones privadas que contribuirían a nuestra seguridad y resiliencia”.
Cooperar con los detalles será complicado. Una política industrial híbrida es extremadamente difícil de lograr, pero también es la que tiene más probabilidades de funcionar; por temas de seguridad, acepta algunos costos para trasladar la producción de donde está en este momento en el extranjero, pero sin requerir autosuficiencia y un desmoronamiento total de las cadenas de producción internacionales que les dan acceso a los estadounidenses a los mejores productos a precios razonables. Acepta que se necesita algún tipo de coordinación con los aliados, pero evita el comercio gestionado o los carteles protegidos por el gobierno que reducen la competencia. En resumen, depende de una estrategia económica sensata al servicio de la seguridad nacional.
Chad P. Bown es investigador sénior en el Instituto Peterson de Economía Internacional. Douglas A. Irwin es profesor de Economía en la Universidad de Dartmouth.