Internacional

Opinión: Daniel Ortega, el hijo de Somoza que se convierte en un nuevo dictador

En solo unos días, han sido detenidos líderes de la oposición en Nicaragua. ¿Acaso la diplomacia puede hacer algo eficaz para detener a un líder que ha decidido convertirse en un dictador?

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Daniel Ortega gobierna Nicaragua desde el 2006 y busca extender su mandato hasta el 2022. (Foto Prensa Libre: Hemeroteca)

Daniel Ortega gobierna Nicaragua desde el 2006 y busca extender su mandato hasta el 2022. (Foto Prensa Libre: Hemeroteca)

El 17 de julio de 1979, el dictador Anastasio Somoza Debayle abandonó definitivamente Nicaragua. Esa fecha —conocida como el Día de la Alegría— parecía cerrar definitivamente una etapa terrible y sangrienta en la historia del país centroamericano. Tras años de lucha, en múltiples frentes, el pueblo había conquistado la libertad y podía comenzar a construir una vida en democracia. Daniel Ortega Saavedra, el comandante del ejército rebelde de 33 años, era uno de los líderes fundamentales de esa revolución. Cuatro décadas después, sin embargo, se convirtió en lo que ayudó a derrotar: es el nuevo Somoza que ahora oprime salvajemente a Nicaragua.

Una de las de características del reciente autoritarismo latinoamericano es el descaro, la falta de pudor. Se comporta de manera obscena, con absoluta tranquilidad. Esta semana, en Nicaragua, han sido detenidos cinco líderes de la oposición, cuatro de ellos posibles adversarios a Ortega en las elecciones presidenciales de noviembre. No se trata solo de una estrategia de fuerza, de control interno, también hay un mensaje desafiante hacia el exterior: Ortega actúa con arrogante impunidad, como si la reacción de la comunidad internacional no le preocupara demasiado. Habiendo pasado el tiempo de las invasiones, ¿acaso la diplomacia puede hacer algo eficaz por detenerlo?

Conocí a Daniel Ortega en una visita que hizo a Venezuela, buscando fondos para apoyar la lucha contra Somoza. Yo tenía 18 años y formaba parte de una brigada de solidaridad con Nicaragua en la ciudad de Barquisimeto. Ahí, un grupo de jóvenes nos reunimos una noche con el comandante guerrillero. Era un hombre sencillo, sin pretensiones personales, se expresaba siempre de manera directa. Nos habló de la guerra en Nicaragua pero, también, de la necesaria batalla en el exterior, de la imprescindible ayuda de los otros países de la región para lograr la caída de la dictadura de Somoza. Hoy todo es tan distinto y tan igual que la historia parece un relato absurdo.

Tras la victoria de la revolución en 1979, Daniel Ortega y el Frente Sandinista de Liberación Nacional gobernaron el país hasta 1990, cuando perdieron las elecciones frente a Violeta Chamorro.

Década y media pasó Daniel Ortega en la oposición hasta que logró ganar las elecciones con un mínimo margen y regresar al poder en 2007. A partir de ese momento, con la ayuda de los petrodólares venezolanos (entre 2008 y 2016, recibió alrededor de 500 millones de dólares anuales de manos del chavismo), comenzó a construir y a desarrollar un proyecto autoritario, destinado a ocupar los espacios de poder y a eliminar la institucionalidad, a someter a la sociedad civil y a garantizar su permanencia indefinida al frente del gobierno.

Es un proceso que, con sus diferencias y atendiendo a sus circunstancias particulares, sigue un libreto similar al aplicado por el chavismo en Venezuela. Tiene grandes visos de nepotismo, ha secuestrado y socavado la autonomía de los poderes, limita a la prensa independiente, controla el aparato de justicia, los órganos electorales, el ejército. Es un modelo que permite que Ortega pueda reelegirse de manera ilimitada mientras sus adversarios —de forma ilegal— son inhabilitados, suspendidos o encarcelados.

La crisis que comenzó en 2018, que tienen en las protestas estudiantiles un protagonista esencial, han mostrado cuán dispuesto está Ortega a emular a Anastasio Somoza. La represión, las detenciones ilegales, los juicios fraudulentos, las denuncias de tortura, el acoso más feroz a la prensa y la persecución política cada vez más implacable dibujan un cuadro crucial de violación permanente a los derechos humanos. Tampoco los diversos intentos de diálogos han logrado prosperar. El país, sin duda, está ante el peor escenario para que se puedan dar unas elecciones libres. Sergio Ramírez, extraordinario escritor y figura emblemática de la lucha contra Somoza y de la Revolución sandinista, retrata así el panorama: “El Estado de derecho dejó de existir en Nicaragua. Lo demás es ficción y remedo”.

Frente la avanzada autoritaria, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos ha sancionado a tres funcionarios cercanos a Ortega y a su propia hija. Ya antes, tanto Estados Unidos como la Unión Europea, Canadá y el Reino Unido han puesto en vigencia medidas coercitivas contra el gobernante nicaragüense. También esta semana, António Guterres, secretario general de la ONU, instó a Ortega a liberar a los líderes opositores y a recuperar la credibilidad en la democracia en su país. Todas estas posturas y declaraciones, sin embargo, son cada vez más inocuas frente al desparpajo con el que actúa el poder en Nicaragua. Parecen una representación lejana en el aire, mientras los ciudadanos están cada vez más indefensos y acorralados. “Somos rehenes de la dictadura”, define acertadamente el periodista nicaragüense Carlos Fernando Chamorro.

Parece evidente, al menos en la región, que urge reinventar la diplomacia. Las experiencias de Cuba, de Venezuela, ahora de Nicaragua, son más que elocuentes. Ni las sanciones económicas ni las presiones más formales, por separado o en conjunto, parecen haber tenido resultados medianamente palpables. Tampoco los organismos multilaterales o los bloques de varios países han conseguido en la mayoría de los casos alguna consecuencia positiva. El autoritarismo no solo sigue obrando a sus anchas, institucionalizando su violencia, sino que además avanza sin miramientos tratando de legitimar hoy en día las antiguas formas de tiranía militar del siglo XX latinoamericano.

Hay que crear un tipo de relaciones internacionales distintas, que no terminen atrapadas entre una imposible invasión militar o la lentitud de la burocracia de las asociaciones o grupos multilaterales. Tiene que haber una manera de inventar nuevos mecanismos, pactos diferentes, que permitan otras alternativas de intervención regional que —al igual que en el siglo XX— apoyen a las ciudadanías y frenen el avance autoritario en la región.

Para todo esto, es necesario comenzar a despolarizar los conflictos. No estamos ante un debate entre ideologías sino ante una pugna entre el despotismo y la democracia. En distintos niveles y en coyunturas diferentes, lo que está en riesgo es lo mismo. No importa si el gobernante se llama Nayib Bukele o Daniel Ortega. Si se define como liberal o como socialista. Lo que importa es el poder de los ciudadanos, la independencia de las instituciones, la libertad y la alternancia política. El caso de Nicaragua, en ese sentido, es proverbial: un mismo actor ha elegido jugar papeles opuestos. Quien enarboló las banderas contra la dictadura y se proclamó un orgulloso “hijo de Sandino” es hoy, por el contrario, el más perfecto y genuino hijo de Somoza.