“Derrocar a los ladrones”, respondió un hombre.
“Sacar al ‘Nueve Dedos’“, dijo otro, en referencia al presidente de izquierda de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, que perdió parte de un dedo hace décadas en un accidente de fábrica.
Mientras los pasajeros describían sus planes de violencia, más de cien autobuses llenos de simpatizantes de Jair Bolsonaro, el expresidente de extrema derecha, también descendían en Brasilia, la capital.
Un día después, el 8 de enero, una turba pro-Bolsonaro desató un caos que conmocionó al país y que dio la vuelta al mundo. Los agitadores invadieron y saquearon el Congreso, el Supremo Tribunal Federal y el palacio de gobierno del país, con la intención, según muchos de ellos, de incitar a los líderes militares a derrocar a Lula, que había asumido el cargo una semana antes.
El asalto demostró que la extrema derecha sigue siendo una grave amenaza.
Lula y las autoridades judiciales actuaron con rapidez para recuperar el control y detuvieron a más de mil 150 alborotadores, desalojaron los campamentos donde se refugiaron, buscaron a sus financiadores y organizadores y, el viernes, abrieron una investigación sobre cómo Bolsonaro pudo haberlos inspirado.
The New York Times habló con las autoridades, servidores públicos, testigos y participantes en las protestas y revisó decenas de videos y cientos de publicaciones en las redes sociales para reconstruir lo sucedido. El resultado de la investigación muestra que una turba superó con rapidez y sin esfuerzo a la policía.
También muestra que algunos agentes no solo no actuaron contra los revoltosos, sino que parecían simpatizar con ellos, ya que se dedicaron a tomar fotos mientras la turba destruía el Congreso.
El desequilibrio entre los manifestantes y la policía sigue siendo uno de los puntos centrales de la investigación de las autoridades y las entrevistas con los agentes de seguridad han dado lugar a acusaciones de negligencia grave e incluso de complicidad activa en el caos. Tras los disturbios, las autoridades federales suspendieron al gobernador responsable de la protección de los edificios públicos y arrestaron a dos altos funcionarios de seguridad que trabajaban para él.
Mientras las instituciones brasileñas formaban un frente unido contra cualquier intento de Bolsonaro de impugnar los resultados de las elecciones (el expresidente se autoexilió en una casa de alquiler cerca de Disney World), sus falsas afirmaciones sobre el fraude electoral se han enconado y extendido por la nación más grande de América Latina.
La mañana siguiente a los disturbios, las entrevistas con una docena de manifestantes mostraron que estaban lejos de darse por vencidos e incluso estaban superando al hombre que una vez los había liderado.
“Ya no estamos aquí por el presidente Bolsonaro. Estamos aquí por nuestra nación, nuestra libertad”, dijo Nathanael S. Viera, de 51 años, quien condujo mil 448 kilómetros para luchar contra lo que dijo era un complot comunista. “Nos están robando nuestro futuro. ¿Entiendes?”.
El día de Año Nuevo, Lula subió la rampa de acceso a las oficinas presidenciales de Brasil y aceptó la banda presidencial verde y amarilla de manos de una mujer recolectora de basura para reciclar. Bolsonaro ya se había marchado a Florida.
Días después, en los rincones pro-Bolsonaro de internet se convocó a una enorme manifestación dominical en la capital, justo donde los simpatizantes de Lula habían celebrado una semana antes.
“El plan es rodear Brasilia”, escribió una persona en un grupo de Telegram y adjuntó una imagen aérea del Congreso, del Supremo Tribunal y del Palacio de Planalto, sede de la presidencia.
Sin embargo, los planes no parecieron alarmar demasiado a las autoridades.
Ricardo Cappelli, viceministro de Justicia de Brasil, dijo que las manifestaciones a favor de Bolsonaro habían tenido un tono conspirativo durante mucho tiempo, pero que en general no habían sido violentas. El lugar previsto para la protesta (la explanada cubierta de hierba de un kilómetro de largo que se extiende hasta el Congreso de Brasil) siempre ha sido el lugar elegido por los brasileños para desahogar su frustración y en ocasiones ha congregado a cientos de miles de personas.
Los servicios de inteligencia sugirieron que la participación del domingo sería de algunos millares de personas.
Aunque la explanada está flanqueada por los edificios gubernamentales más importantes, otra entidad se encarga desde hace tiempo de la seguridad de las manifestaciones: el gobierno distrital que supervisa Brasilia.
El gobierno federal paga al distrito 2000 millones de dólares al año para que se encargue de la seguridad y estaba satisfecho con los resultados.
Sin embargo, el 2 de enero, el jefe de seguridad del distrito fue remplazado por Anderson Torres, exministro de Justicia de Bolsonaro y una de las principales fuerzas detrás de las afirmaciones infundadas de que los sistemas de votación electrónica de Brasil están plagados de fraude.
En cuanto llegó al cargo, Torres sustituyó a gran parte del personal veterano de su departamento.
El 6 de enero, el distrito celebró una reunión de la que salió un plan de cuatro páginas que asignaba gran parte de la responsabilidad de la seguridad a la policía del distrito, según una copia obtenida por el Times. Según el plan, la policía detendría a los manifestantes antes de que llegaran al Congreso y estudiaría la posibilidad de cerrar la explanada.
Flávio Dino, nuevo ministro de Justicia de Brasil, declaró que, al día siguiente, el gobernador distrital, Ibaneis Rocha, le dijo que la explanada se mantendría cerrada. Luego, poco antes de la protesta, Dino se enteró por un artículo de prensa de que, de hecho, Rocha había decidido abrirla a los manifestantes.
Más tarde, Dino declaró a los periodistas que, por desgracia, el número de policías era insuficiente “para dejarlos recorrer la explanada”.
Rocha ha dicho que el número de efectivos era responsabilidad de Torres. El sábado, Torres se encontraba en Florida para iniciar unas vacaciones de dos semanas.
El domingo por la mañana, el ambiente en las vastas avenidas de Brasilia era de una calma inquietante.
Ana Priscila Azevedo, de 38 años, aspirante a influente de internet, quien es de derecha, había estado publicando un video tras otro en el periodo previo al asalto. En uno de ellos, decía que los simpatizantes de Bolsonaro planeaban cerrar al menos ocho refinerías en todo el país para bloquear el suministro de gasolina.
El domingo por la mañana ya estaba en la explanada. A las 11.20 horas, publicó un video en el que aseguraba a sus seguidores que el escenario estaba preparado para uno de los momentos más importantes de su vida. Acababa de hablar con dos policías, dijo, y “están completamente de nuestro lado”.
Los seguidores de Bolsonaro comenzaron a llegar en masa a la explanada. A medida que aumentaba su número, se volvían más beligerantes y coreaban al unísono: “¡Moriremos por Brasil!”.
Hacia el mediodía, Rocha, el gobernador, recibió un mensaje de audio de un funcionario que sustituía a Torres, el jefe de seguridad. El servidor público le aseguraba que todo estaba en calma.
Entonces, a las 2:42 p. m., una multitud de manifestantes llegó a una de las barricadas. Un grupo de manifestantes tiró de la valla metálica, mientras otro grupo se abría paso a través de la barricada. Algunos policías rociaron un agente químico, pero la resistencia fue mínima.
En cuestión de segundos, la línea de seguridad había caído. La invasión había comenzado.
Un mar de cuerpos se precipitó hacia el Congreso. Muchos manifestantes corrieron directamente hacia la amplia rampa que conducía a la azotea del Capitolio.
Mientras una turba atravesaba el Capitolio, otro grupo se dirigió unos 270 metros hacia el Palacio del Planalto, mientras un tercero se dirigía otros 270 metros en la otra dirección, hacia el Supremo Tribunal. Entraron sin resistencia en ambos.
A las 15.45 horas, la rampa que conduce a Planalto estaba llena de agitadores.
Cappelli, el funcionario del Ministerio de Justicia declaró que había unos cinco mil manifestantes, mientras que el distrito informó más tarde que había asignado mil 300 policías al acto.
Pero Cappelli cree que había “muchos menos” de mil 300 agentes presentes y las imágenes de todo el día muestran que estaban muy superados en número.
“La cuestión no es solo la cantidad, si la orden es: ‘Quédate ahí’ o ‘No te involucres’“, dijo. “Es el mando”.
Las mismas fuerzas habían ayudado a proteger la toma de posesión y otras protestas, añadió. Lo que cambió fue su nuevo jefe: Torres, un aliado de Bolsonaro.
Rocha también culpó a Torres y a su equipo. “El gobernador fue engañado”, dijo Alberto Toron, abogado de Rocha.
A las 16.45 horas, Rocha despidió a Torres, seis días después de haber asumido el cargo.
Alrededor de las 18 horas, Lula emitió un decreto de emergencia. Cappelli fue nombrado nuevo jefe de seguridad del distrito y se dirigió a la calle, con traje y corbata, para dirigir a las fuerzas del orden.
Para entonces, soldados del Ejército, policías federales y otros refuerzos ya habían llegado y estaban recuperando los edificios. Las autoridades detuvieron a 210 personas en el lugar de los hechos.
Esa noche, el Supremo Tribunal suspendió a Rocha durante 90 días. Más tarde, el tribunal aprobó una solicitud de la policía federal de órdenes de aprehensión en contra de Torres y el jefe de policía del distrito. El sábado, Torres fue detenido al llegar a Brasilia procedente de Florida.
Durante un registro en su domicilio, las autoridades encontraron un borrador de un decreto presidencial que pretendía anular las elecciones en la práctica. Torres ha sugerido que recibió el documento de un tercero y que planeaba desecharlo.
La mañana siguiente a los disturbios, las autoridades desalojaron un campamento semipermanente de protesta frente al cuartel general del Ejército y detuvieron a mil 200 personas.