Como había pasado tanto tiempo y nadie estaba seguro de las condiciones de los restos, la familia no se arriesgó a hacer una parada en casa. Así que el camión, seguido en silencio por una multitud de aldeanos, se dirigió a la orilla de un río seco, donde varios hombres estaban construyendo una pira.
Allí, bajo la tenue luz de la luna, los aldeanos abrieron el ataúd del trabajador, Rakesh Kumar Yadav, con alicates y hachas. “¡Muéstranos su rostro!”, gritó un hombre. Una vez revelado, la viuda del obrero, Renu Devi Yadav, forcejeó para alejar a sus niños, mientras besaba a su hijo en la mejilla mojada. En la distancia, las llamas estaban listas.
En la pequeña nación himalaya de Nepal, cientos de miles viajan al extranjero cada año con la esperanza de construir un futuro fuera de la profunda pobreza del país. El flujo de salida es tan fuerte que las remesas del extranjero representan más de una cuarta parte de la economía nepalí.
Y cada año, cientos de estos migrantes mueren, lo que deshace, en instantes, sueños delicados a miles de kilómetros de distancia. Yadav, de 40 años, murió mientras trabajaba como guardia de seguridad en Dubái, Emiratos Árabes Unidos. Otros trabajan como obreros o conductores en lugares como Arabia Saudita y Malasia. En Catar, sede actual de la Copa del Mundo, los inmigrantes de Nepal y otros países, en su mayoría de Asia, fueron la columna vertebral de un auge constructor de varios años en preparación para el evento futbolístico más grande del mundo.
En la vida, hombres como estos enfrentan diversas capas de desigualdad y vulnerabilidad. Esto también los persigue en el viaje final a casa. Los países en dificultades como Nepal tienen poca influencia para acelerar el retorno de los cuerpos que permanecen en las morgues de las naciones ricas. Las familias afligidas terminan a merced de intermediarios, empleados del gobierno e incluso un terreno montañoso despiadado.
El simple deseo de una cremación digna —la finalización rápida de los ritos poco después de la muerte es crucial para la salvación en la fe hindú— se convierte en una angustia.
Yadav, cuyo ataúd fue entregado esta primavera en su aldea en el sur de Nepal, murió tres meses después de llegar a Dubái, y antes de poder enviar algún dinero a casa.
Cuando su esposa le preguntó a un agente empleador qué había sucedido en Dubái, recibió una respuesta simple: su esposo “no se despertó tras acostarse a dormir”. El certificado de defunción de los Emiratos Árabes Unidos atribuyo su deceso a “insuficiencia cardíaca y respiratoria”.
Yadav había recurrido a una serie de trabajos en el extranjero. Tuvo que pedir prestados miles de dólares para pagar a los reclutadores cada vez que expiraban sus contratos laborales, pues las oportunidades en casa eran extremadamente limitadas. La tierra fértil de su aldea se había estado reduciendo con cada inundación; el único trabajo no agrícola que pudo encontrar —maestro sustituto— no alcanzaba para costear los gastos del mes.
La familia Yadav, en busca de una mejor vida, vivía separada en tres lugares.
Mientras Yadav padre trabajaba en el extranjero, sus tres hijos adolescentes vivían en una habitación alquilada en el pueblo más cercano a la aldea, donde asistían a un colegio privado. Su esposa siguió siendo el ancla de la familia en casa: cuidaba a sus suegros ancianos; negociaba paciencia con los acreedores de la aldea cuando iban a cobrar; y hacía rendir el presupuesto empacándoles verduras, lentejas y arroz a sus hijos cuando iban a casa los fines de semana.
Sus tres pequeños mundos eran solitarios y estaban conectados por videollamadas ocasionales a altas horas de la noche y por la convicción de que este era un camino hacia la estabilidad si los niños se graduaban y se convertían en médicos o ingenieros.
En la reluciente ciudad de Dubái, Yadav trabajaba como guardia de seguridad en un hotel. Le envió a su familia una foto con su nuevo uniforme: sus talones estaban juntos como si fuera un militar, y en la esquina del marco se podía ver la botella de Fanta que utilizaba para beber agua.
En las llamadas familiares nocturnas, Yadav se quejaba de que no tenía suficientes turnos para ayudar a reducir la creciente deuda de su hogar.
La última vez que su hijo Ram Bikash habló con Yadav fue cerca de la medianoche del 9 de marzo, cuando su hermano y hermana ya dormían en la habitación compartida. La videollamada duró unos 15 minutos.
“‘Buenas noches’, me dijo antes de terminar la llamada”, contó Ram Bikash. “Estaba sonriendo”.
Cuando Yadav murió al día siguiente, las ramificaciones fueron inmediatas. ¿Qué pasaría con la educación de los niños, con su futuro? ¿Quién pagaría las decenas de miles de dólares de deuda, con intereses que se acumulaban cada mes?
Pero antes de hacerle frente a cualquiera de esas interrogantes, la familia tenía que traer el cuerpo a casa para los ritos finales.
Durante la pandemia, con vuelos restringidos, las familias se sentían afortunadas incluso cuando tardaban meses en recibir el cuerpo de su ser querido. Cientos de personas más tuvieron que aceptar el hecho de que la cremación se realizaría en el extranjero. La mayoría ni siquiera recibió las cenizas.
Más de una docena de agencias de seguros ofrecen paquetes para trabajadores migrantes que cubren muertes y lesiones. En caso de lesión, se pagan diferentes cantidades en función de si el trabajador pierde un dedo del pie, un dedo de la mano, o una mano o una pierna. En caso de fallecimiento, el seguro cubre gastos de transporte de hasta US$800, y la familia recibe un pago de unos US$10 mil.
Cuando el cuerpo de Yadav llegó finalmente a Katmandú, la capital de Nepal, el 13 de abril —cinco semanas después de su muerte— el ataúd fue sacado en una camilla desde una puerta lateral de la terminal del aeropuerto, cerca de una entrada dedicada a los trabajadores migrantes.
Luego, el ataúd fue colocado en la parte trasera del camión y el conductor, Purna Bhadur Lama, lo ató a la pared izquierda de la caja del camión con una cuerda. Acto seguido, comenzó el viaje de ocho horas hasta la aldea de la familia de Yadav, serpenteando a través de frondosas colinas.
En los meses transcurridos desde entonces, los sueños de la familia Yadav se han ido evaporando.
Gran parte de los cerca de US$10 mil que recibieron del seguro se destinaron a cubrir los costos del funeral y la cremación, y de alimentar a los invitados. Los acreedores de la aldea continúan visitando a la viuda de Yadav para cobrar los US$20 mil que debe la familia.
La mujer no ha podido pagar seis meses de matrícula escolar para sus hijos, quienes temen que no se les permita presentar sus exámenes finales si no liquidan el saldo.
Como suele suceder, la primera víctima fue la hija, Anisha. Su madre la sacó del octavo grado del colegio privado. Regresó al pueblo para estar con su madre y asistir a la escuela pública.
“Soñaba con ser médico. Ese también fue el sueño de mi papá”, afirmó Anisha. “Pero ahora no creo que mi mamá pueda conseguir el dinero para que estudie medicina”.