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Infancia hondureña, entre la pobreza y el trabajo

Roberto Castellanos a sus 11 años tiene manos de albañil. Y con ellas hace los deberes de un niño que cursa el sexto grado de primaria, algo muy normal en el país centroamericano de Honduras.

TEGUCIGALPA.- Una semana antes de cumplir los 12 años trabaja ocho horas al día en un taller, lijando y pintando carritos de helado a US$2.5  la jornada.

Cuando se reanuden las clases, después de las vacaciones de Navidad, trabajará sólo cinco horas al día para poder ir a la escuela por la tarde y, si aún le queda tiempo, jugar al futbol los fines de semana.

“Tengo la vida organizada, trabajo de día y estudio de noche”, dice Roberto.

Más listo de lo que su edad permitiría imaginarse, sabe que mucha gente verá su trabajo como explotación infantil. Él, en cambio, lo ve como una oportunidad, como el mejor modo de mantenerse al margen de las pandillas callejeras que controlan barrios como el suyo en la capital del país que tiene la tasa de homicidios más alta del mundo.

“Aquí, cada día que pasa, es un día más con vida”, explica. 

Habla por experiencia. Ya ha visto cinco muertos. A sus amigos les gustaría tener el trabajo de Roberto para poder apoyar a sus familias. No tener trabajo, dicen, es tener menos comida y más tiempo libre, factores que los convierten en presa fácil de las pandillas que mandan en Tegucigalpa.   Pese a las leyes que prohíben el trabajo infantil, según la Organización Internacional del Trabajo unos 144 millones de niños entre los cinco y 15 años trabajan en todo el mundo, la mayoría en el campo.

Roberto asiste a la escuela después de trabajar durante cinco horas en un taller.

En Honduras se estima que trabajan casi medio millón de menores. Es decir un 15% de la población infantil, según cifras del Instituto Nacional de Estadística.

No hay que hacer mucho esfuerzo para ver en el centro de Tegucigalpa a niños excavando arena del río, con palas, para meterla en sacos y subirlos a camiones que luego venden a empresas de construcción.

Como tampoco lo es verles reciclando basura, especialmente cartón, latas y botellas, descargando camiones en mercados o vendiendo cigarros y comida en la calle. Otros venden droga y recogiendo el dinero de las extorsiones que cobran las pandillas.

Al igual que Roberto, casi todos los niños ganan menos del salario mínimo, unos US$380 al mes. El 40% de los adultos tampoco reciben lo que indica la ley. Aun así, Roberto se considera afortunado porque gana más que la mayoría de los niños que conoce.

Cada año, la Organización Internacional del Trabajo celebra el Día Internacional contra el trabajo Infantil para llamar la atención respecto a los derechos de niños y niñas, defender la educación obligatoria y crear conciencia para erradicar el trabajo infantil.

Pero hasta quienes tienen la responsabilidad de defender el bienestar de la infancia explican que el nivel de pobreza en Honduras desafía cualquier enfoque tradicional sobre el trabajo infantil.

“El niño tiene que apoyar a su familia, apoyarse a sí mismo y escapar de las pandillas”, dijo Héctor Espinal, portavoz de Unicef en Honduras.

“Puede prohibirse el trabajo infantil, pero si no se atiende a la familias, no se le deja otra opción al niño que trabajar”.

Y cuando el niño tiene que elegir entre el trabajo y los estudios, explica Espinal, “la realidad es que eligen trabajar”.

Roberto es una excepción y, por ahora, ha sido capaz de compatibilizar el trabajo y el estudio.

Su amigo y compañero de los partidos de futbol, Marvin Silva, de 14 años, se sienta en la puerta del taller de Roberto y le mira mientras lija los carritos sin máscara, ni protección para las partículas de polvo y pintura que saltan de la madera.

Marvin también quiere que lo contraten. Hay demasiados niños para poco trabajo”, dice el menor que se dedica a vender los tamales que hace su madre a las puertas de la escuela pública más grande de la ciudad. “Yo trabajaría aquí si pudiera”.

Jardines del Country, el barrio donde vive Roberto ni está en el campo, ni tiene ningún espacio verde. Enfrente, más allá de una quebrada profunda, hay un campo de golf. Roberto colecciona las pelotas de golf que caen sobre el tejado de lámina de su casa, hecha con tablones de madera. A diferencia de la mayoría de sus amigos, al menos, su familia no está rota. Vive con su padre, ayudante de albañil, y con su madre, que vende tortillas.

Ellos nunca le pidieron a Roberto que consiguiera un trabajo. Pero están orgullosos de su hijo, que trabaja duro, y de cómo con el trabajo apoya a su familia.

Los bíceps del niño, sus manos callosas y su fuerza, son producto de los trabajos anteriores en la construcción.

Vea galería: Roberto, un niño hondureño que vela por su familia

Hace unos seis meses Fernando Saravia cedió ante la insistencia de Roberto y le dejó trabajar en el taller. Pero solo después de reunirse con su madre, que quería conocer el lugar donde su hijo iba a trabajar antes de dar su aprobación.   Roberto aceptó encantado.

“Es mejor que esté aquí, trabajando y aprendiendo lo que cuestan las cosas en la vida, que dando vueltas por la calle sin nada hacer”, dice Saravia, mientras Roberto asiente.

El entrenador del equipo de futbol dónde juega Roberto, Luis Pérez, entiende que muchos piensen así pero lamenta la realidad que viven casi todos los niños que acuden a su proyecto desde varias colonias pobres de la ciudad.   “Pobres o ricos, hondureños o estadounidenses, la vida tiene sus etapas, y la infancia no es el momento del trabajo”, dijo.

El problema de muchos niños pobres que se ven obligados a trabajar, explica Ainhoa Intxausti, trabajadora social de la organización no gubernamental World Vision, es que los niños no pueden permitirse ir a la escuela.      

Incluso la pública se convierte en un lujo en el segundo país más pobre del continente después de Haití, donde dos tercios de la población viven con menos de US$2.5 al día y el 25% de los niños sufren de desnutrición crónica, según cifras de las Naciones Unidas.

Aunque la escuela pública es gratuita, los niños tienen que comprar sus materiales de estudios, pagarse la comida y el transporte hasta la escuela. Para muchas familias, un día en la escuela es un día menos de salario, un plato de comida que no llega a la mesa.

Es un círculo vicioso: sin educación, la mayoría de estos niños nunca saldrá de la pobreza. La misma pobreza que no les permite ir a la escuela.

Roberto es sólo la excepción que marca la regla, el niño que puede con todo. Trabaja duro, es buen estudiante y defiende bien en el campo de futbol gracias a su talla y a su fuerza. Su profesora dice que sus notas son casi perfectas y, en un país donde sólo uno de cada cuatro niños termina la secundaria, Roberto dice que quiere ser abogado “para defender a la buena gente de la mala gente”.

Quizás sea mucho pedir en un país donde sólo 7.3% de la población tiene un título universitario.            

Pero Roberto no le tiene miedo a las cifras y sigue cruzando la autopista de cuatro carriles que le separa de la cancha en la que se divierte con sus amigos y su entrenador.

Roberto espera poder comprar con lo que obtenga del trabajo un pollo para la cena de Navidad.

Le gusta contarles Las aventuras de Huckleberry Finn, un libro que le ha regalado su jefe en el taller y soñar con alguno de los lujos que puede permitirse gracias al trabajo: comprarle un pollo a su madre para Navidad.

“Por lo menos que esa noche no se explote”, dice con orgullo y sonrisa pícara. “No me arruines la sorpresa”.