El lunes, un día después de que se produjeran protestas masivas en Cuba, Biden acusó a los funcionarios de ese país de “enriquecerse” en lugar de proteger a los ciudadanos de la pandemia, la represión y el sufrimiento económico.
Una hora después, el Departamento de Estado anunció la revocación de visas que permitían a 100 políticos, jueces y familiares nicaragüenses viajar a Estados Unidos, una sanción por socavar la democracia, reprimir protestas pacíficas o abusar de los derechos humanos.
A primera hora de la tarde, Biden habló de nuevo sobre Haití e instó a sus líderes políticos a “unirse por el bien de su país”, menos de una semana después de que el presidente Jovenel Moïse fue asesinado en su cama.
“Estados Unidos está preparado para seguir brindando asistencia”, dijo Biden a periodistas en la Casa Blanca. Prometió dar más detalles sobre Haití y Cuba más adelante: “Estén atentos”, agregó.
La agitación política presenta una posible crisis más cerca de casa, con un potencial éxodo de haitianos al tiempo que el gobierno de Biden lidia con el actual aumento de migrantes en la frontera suroeste. También obliga a la Casa Blanca a concentrarse en la región de manera más exhaustiva después de años de indiferencia, o atención limitada, de las gestiones —tanto de republicanos como de demócratas— que le antecedieron.
“La tendencia clara es que a lo largo del tiempo hemos estado muy preocupados por las instituciones democráticas”, dijo el lunes Patrick Ventrell, director de política centroamericana del Departamento de Estado estadounidense. Consideró que más de la mitad de los siete países que conforman Centroamérica enfrentan desafíos a sistemas de gobierno elegidos de manera libre.
Pero la influencia de Estados Unidos comenzó a disminuir en la región durante la última década, a medida que la atención se dirigía hacia la lucha contra el terrorismo en Medio Oriente y regresaba solo cuando Rusia y China se involucraban en el financiamiento de proyectos y ofrecían respaldo político u otros apoyos.
Ryan C. Berg, investigador principal y académico en el programa de las Américas en el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales en Washington, dijo que China era ahora el principal socio comercial de al menos ocho naciones latinoamericanas, y que 19 países de la región eran parte del ambicioso proyecto de inversión e infraestructura de Pekín, conocido como la Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda.
Estados Unidos “dio por descontada a América Latina durante décadas como una fuente de estabilidad y fortaleza”, dijo Berg.
“Olvidamos construir sobre los movimientos democráticos incipientes y que habrían podido canalizar parte de la ira social que estamos viendo ahora y que se traduce en levantamientos, en combatir la corrupción, en poder ofrecer a la gente beneficios socioeconómicos tangibles”, dijo. “No entendemos la región de la misma manera en que solíamos hacerlo”.
Hace una década, Estados Unidos no detectó ningún “problema urgente” que se propagara por América Latina y el Caribe, según un análisis de Brookings Institution.
Aunque la afluencia de migrantes de la región, el crimen y el tráfico de drogas cerca de la frontera seguían siendo fuentes de preocupación, funcionarios estadounidenses se apoyaron en los gobiernos latinoamericanos para contenerlos. El análisis también advertía de un compromiso regional con la democracia y los derechos humanos que calificó como “digno de mención, a pesar de que sea desigual en la práctica”.
Como vicepresidente del gobierno de Barack Obama, Biden supervisó una estrategia política que en 2015 restableció por primera vez en más de medio siglo las relaciones diplomáticas con Cuba. Muy pronto los republicanos de alto rango y algunos demócratas en el Congreso denunciaron la medida, y en 2017 el presidente Donald J. Trump la anuló con el argumento de que el esfuerzo diplomático había empoderado al gobierno comunista de Cuba y enriquecido a sus militares represivos. En los últimos días del gobierno de Trump, Cuba fue designado Estado patrocinador del terrorismo.
Para 2018, las elecciones en Venezuela —ampliamente consideradas fraudulentas— fueron un claro indicador de qué tan profundamente se habían derrumbado las instituciones democráticas en la región.
La gestión de Trump impuso una serie de sanciones económicas contra el presidente Nicolás Maduro y sus aliados, y respaldó a Juan Guaidó, entonces líder de la asamblea del país, como legítimo presidente en un intento de que los venezolanos se volvieran en su contra.
Venezuela, que alguna vez fue uno de los países más prósperos de Suramérica, es ahora una de las naciones más pobres, devastada por la corrupción y las sanciones que llevaron a la decadencia de su lucrativa industria petrolera. Maduro sigue en el poder, con el respaldo de Rusia y Cuba.
Se calcula que cuatro millones de refugiados han salido de Venezuela desde entonces, lo que ha generado una de las peores catástrofes humanitarias del mundo. Casi la mitad de estos venezolanos se encuentran en la vecina Colombia, que durante la primavera lidió con sus propios disturbios internos, cuando manifestantes —descontentos por la imposición de impuestos a nivel nacional y la fatiga provocada por la pandemia— se enfrentaron con fuerzas de seguridad del país.
El presidente de Colombia, Iván Duque Márquez, dijo en una entrevista realizada en mayo que no dudaba que Estados Unidos continuaría apoyando a su país, a pesar de las preocupaciones sobre las tácticas de su gobierno que ponían en riesgo derechos humanos.
Otros autócratas latinoamericanos han seguido el ejemplo de Maduro.
En Nicaragua, el presidente Daniel Ortega ha iniciado una ofensiva contra los medios de comunicación y la sociedad civil antes de las elecciones de noviembre, en las que buscará un cuarto mandato. Además de una reunión el mes pasado con cancilleres de Centroamérica, Antony J. Blinken, el secretario de Estado estadounidense, instó con discreción al máximo diplomático de Nicaragua a garantizar un voto libre y justo.
Al día siguiente, el gobierno de Ortega detuvo a una de sus opositoras políticas de más alto perfil.
Más tarde, funcionarios estadounidenses insistieron en la importancia de que el gobierno de Biden advirtiera a Nicaragua y a otros países latinoamericanos de la preocupación cada vez mayor de Estados Unidos por los desafíos a la democracia en la región. Ventrell, el funcionario del Departamento de Estado, dijo que la embestida de Ortega, un exrevolucionario y un viejo problema para Estados Unidos, era una prueba del poco apoyo que conservaba entre los votantes nicaragüenses.
Pero el gobierno de Biden es muy consciente de la naturaleza endeble de la democracia en la región.
“Seamos honestos: las democracias son frágiles. Lo reconozco absolutamente”, dijo Samantha Power, administradora de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, en un discurso el mes pasado en la Universidad Centroamericana en San Salvador.
Aseguró que los ataques a jueces, periodistas, funcionarios electorales y otras instituciones en Estados Unidos revelaron que un ataque a las libertades y las libertades civiles podría ocurrir en cualquier lugar.
Por eso, dijo Power, “es tan importante luchar contra la corrupción, luchar contra el comportamiento autocrático en cualquier lugar en el que ocurra, porque estas acciones pueden crecer con rapidez para amenazar la estabilidad, amenazar la democracia, amenazar la prosperidad”.