Junto a unos cuantos artesanos del calzado, mantiene su pequeña fábrica de plátanos que empaca en bolsas plásticas para abastecer a vendedores ambulantes, porque al mercado ya casi nadie llega.
Cientos de citadinos lo inundaban a diario, principalmente a la hora del almuerzo. “Bienvenidos a los comedores”, reza un presumido rótulo en blanco y negro, al que desdicen muchas leyendas de “Se alquila” o “Se vende” que ponen al mercado Las Américas una nota de desolación.
En el antes bullicioso lugar con más de 500 negocios de comida, frutas, verduras, zapatos y ropa, hoy sobreviven apenas unos 50, forrados en concreto, con ventanas y puertas protegidas por cortinas de hierro, a la orilla del maloliente río Choluteca que atraviesa la capital.
“Quienes se fueron no volvieron a asomarse por aquí por miedo. Es gente luchadora, pero no puede trabajar. El impuesto de guerra está matando los negocios, porque no hay para pagar”, afirmó un septuagenario que se identificó como Pedro, también trabajador del mercado.
Las pandillas, las poderosas Barrio 18 y Mara Salvatrucha (MS-13) y las nuevas los Chirizos, los Benjamines, el combo que no se deja y Vatos locos, mantienen sitiados a comerciantes y pobladores de barrios de Tegucigalpa, donde habita un millón de personas.
Sólo en las unidades de transporte público fueron asesinadas más de 30 personas este año, según las autoridades, la mayoría por negarse a pagar las extorsiones -llamadas “impuesto de guerra”-, que van desde un puñado de dólares hasta decenas de miles.
“Matan a los que no pagan en un mensaje (intimidatorio) también a los que están pagando. El problema se le ha ido de las manos a las autoridades”, comentó Migdonia Ayestas, directora del Observatorio de la Violencia de la Universidad Nacional.
La Fuerza Antiextorsión de la Policía registra unos 200 extorsionadores detenidos este año, aunque desde el 2014 hay 1 mil 257 acusados.
“Esto afecta a todos los sectores. Las víctimas, que pueden ser jueces, diputados, transportistas, agricultores o comerciantes, sufren física, psicológica y económicamente. Muchas se van del barrio y hasta de ese país”, declaró Fausto Rodríguez, oficial de la Fuerza Antiextorsión.
– Prohibidas las rubias –
Sheila paga un “impuesto” de 20 dólares mensuales para que las pandillas la dejen trabajar. Aún así dice vivir sometida a tensiones y amenazas.
Tiene el cabello castaño claro, pero deberá pintarlo de negro. Hace unas semanas, miembros de la MS-13 prohibieron a las mujeres de la zona, incluso bajo amenaza de muerte, llevar el pelo en tonos claros, porque las jóvenes de la pandilla rival los Chirizos acostumbran teñirse rubias.
En ese país del récord mundial de homicidios —90,4 por cada cien mil habitantes según la ONU—, las pandillas o “maras” imponen su ley, aunque el gobierno intenta combatirlas con batallones especiales y medidas de mano dura.
Surgieron en los años 1980 en barrios latinos de la ciudad californiana de Los Ángeles y se extendieron por El Salvador, Honduras y Guatemala después de que Estados Unidos deportó a miles que emigraron durante las guerras en Centroamérica. Hoy son complejas estructuras del crimen organizado, dedicadas también a la droga y armadas hasta los dientes.
Cuando los pandilleros necesitan algo, sólo van a buscarlo, asegura Sheila. Hace poco, le pidieron su celular para usarlo en una extorsión y ella ni siquiera se atrevió a solicitar a la compañía telefónica que bloqueara la línea por temor a que la asesinaran.
Raúl Flores, un pastor evangélico entrado en canas al que todos en el mercado saludan con reverencia, recuerda que allí, cerca de su venta de vasos y platos desechables, “mataron a un vendedor porque no pagó el impuesto a la hora que le dijeron.”
Los valientes que se han quedado deben pagar entre 20 y 200 dólares mensuales a los Chirizos. Pero ya son pocos los clientes que se arriesgan a ir al mercado.
Rosa, quien tampoco usa su verdadero nombre, lamenta que su puesto de verduras y plantas medicinales vaya de mal en peor. “No hay nada de venta, la gente no quiere venir.”
El negocio es malo, explica Flores, pero algunos comerciantes están pagando los cubículos que compraron a una empresa privada a plazo de 10 años, a unos 4 mil dólares el metro cuadrado.
“Tenemos esa deuda… entonces hay que aguantar todo”, dice el pastor, oteando nerviosamente alrededor para asegurarse que no lo mira algún pandillero. “No queda otra”, se resigna también Sheila.