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En el país de fantasía del Mundial los estadios son una forma de arte mayor

Es difícil expresar cuán extraño es toparse por primera vez con el estadio Al Bayt, una enorme carpa estilizada decorada con rayas negras.

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La escultura de un tiburón suspendida entre unos edificios en Lusail, una ciudad en construcción a 22 kilómetros de Doha, Catar, el 30 de noviembre de 2022. (Foto Prensa Libre: Erin Schaff/The New York Times)

La escultura de un tiburón suspendida entre unos edificios en Lusail, una ciudad en construcción a 22 kilómetros de Doha, Catar, el 30 de noviembre de 2022. (Foto Prensa Libre: Erin Schaff/The New York Times)

Diseñado para la Copa del Mundo como un homenaje a las viviendas nómadas tradicionales, el Al Bayt, la pieza central de un parque cuidado al detalle que se ubica a 35 kilómetros al norte de Doha, se eleva como de la nada y parece a la vez apto e incongruente, espectacular y sobrenatural: un oasis en el desierto o tal vez solo un espejismo.

El Al Bayt, el cual se terminó de construir el año pasado, es uno de los siete nuevos estadios construidos para el Mundial en Doha, la capital de Qatar, y sus alrededores (un octavo es una versión renovada de un estadio viejo). Cada uno es más espectacular e inesperado que el otro. Cada uno contribuye a la incesante sensación de disonancia cognitiva que impregna esta Copa del Mundo.

Se rumora que Qatar gastó US$220 mil millones en los preparativos para el torneo, que hicieron aparecer de la nada nuevos edificios, nuevos vecindarios e incluso toda una nueva ciudad. Ahora, es un lugar en el que todo es más nuevo y mejor y que existe, de momento, solo en referencia a sí mismo.

En los días de partido, se necesita casi una hora en autobús para llegar hasta Al Bayt. A todos los demás estadios se puede llegar con facilidad en el sistema de metro subterráneo o están conectados por rutas de autobuses gratuitos, por lo que este Mundial se ha vuelto uno de viajeros, un evento que evoca más a unos Juegos Olímpicos que a torneos anteriores. Por ejemplo, en Rusia en 2018, algunos aficionados tuvieron que viajar a Ekaterimburgo, a casi mil 600 kilómetros de Moscú, para ver un puñado de partidos. En Brasil, cuatro años antes, el viaje de Manaos a Porto Alegre era más del doble que esa cifra.

Sin embargo, aquí se pueden visitar todos los estadios en un solo día.

Por ejemplo, si alguien toma el tren hacia el oeste por la línea verde, después de pasar por la Biblioteca Nacional de Qatar, se encontraría en la Ciudad de la Educación, un campus de mil 170 hectáreas con escuelas, centros de investigación e incubadoras. A unos pocos pasos se encuentra el estadio de la Ciudad de la Educación, con capacidad para 40 mil espectadores, que se asoma como una nave espacial de una civilización superior a cuyos habitantes les gusta lo ostentoso. Durante el día, cambia de color según el movimiento del sol por el cielo; por la noche, unas luces tipo discoteca lo iluminan gracias a miles de diodos.

A lo largo de otra línea de metro se encuentra el colorido estadio 974, cuyo nombre es un guiño al número (imposible de verificar) de contenedores de transporte marítimo que en teoría se utilizaron para construirlo y también al prefijo telefónico internacional de Qatar. El estadio 974 es tan original como ingenioso y su desmantelamiento está programado para el final del torneo. En el estadio Al Janoub, el techo rosáceo y delicadamente ondulado pretende evocar las “velas llenas de viento de los barcos dhow tradicionales de Qatar”, según la guía del Mundial, pero en su lugar se ha vuelto conocido por evocar lo mismo que los cuadros de flores de Georgia O’Keeffe.

Si el espectador regresa al metro y toma la línea verde hasta la última parada, el Mall of Qatar. Ahí estará frente a dos fuerzas iguales y opuestas. Se encuentra el centro comercial mismo, un inmenso templo minorista y de entretenimiento. Enfrente, con al atardecer que lo rodea con una banda brillante color azul rey, está el imponente estadio Ahmad bin Ali, conocido como la Puerta del Desierto por el paisaje árido que se extiende más allá del recinto. No es para todos los gustos: Architectural Review lo describió como “un inmenso objeto que dejó plantado en el desierto el torbellino de dinero que gira alrededor de la FIFA”.

Ese es el problema, o uno de ellos, con la sola idea del Mundial de Qatar: la majestuosidad entrelazada con la locura. La explotación de los trabajadores migrantes empleados para construir sus estadios a la medida; el césped que tuvo que ser enviado y los árboles ornamentales en lugares donde estos no crecen; la sensación de que la infraestructura, rica en detalles y alto diseño, está pensada para crear necesidades futuras, no satisfacer las presentes; la manera en que siempre hace demasiado calor afuera y demasiado frío adentro; las fuentes decorativas en uno de los lugares más secos de la Tierra… todo esto es difícil de procesar.

Por otro lado, el estadio Al Thumama es un monumento centelleante como una corona de diamantes y plata, espectacular en contraste con el oscuro cielo nocturno.

“Es mi estadio favorito”, comentó Abdulrahman al Mana, un catarí que trabajaba en el recinto, pero cuyo empleo habitual es la planificación urbana. Tiene 24 años y estudió en la Universidad de Cornell, donde su gobierno le pagó la matrícula. Está orgulloso de Qatar y del estadio, un diseño del arquitecto catarí Ibrahim Jaidah y que evoca la gahfiya, el gorro tejido tradicional que llevan los hombres árabes debajo de sus ghutras o bufandas.

Al Mana habló con pasión de cómo en muchos casos el tamaño de los estadios se iba a reducir después de la Copa Mundial y se iban a reutilizar como centros comunitarios y deportivos, rodeados de parques y jardines. “Un gran componente de todo esto es asegurarse de que quede un legado para el futuro”, afirmó.

El estadio Lusail, con más de 88 mil asientos, el mayor de Qatar y sede de la final de la Copa del Mundo a celebrarse el 18 de diciembre. Es una estructura de esfera brillante, un gigantesco recipiente dorado de una belleza asombrosa que, de algún modo, parece absorber, generar y reflejar la luz al mismo tiempo.

El estadio se encuentra en uno de los extremos de Lusail, una ciudad en construcción a 22 kilómetros del centro de Doha. Aunque hace tan solo 20 años la ciudad no era nada parecida a su forma actual, se prevé que pronto habiten en ella 450 mil personas y sirva de centro neurálgico para el deporte, el comercio, el entretenimiento y el turismo. Claro, es preciosa, opinó un azerbaiyano que trabajaba en el torneo y no quiso dar su nombre, pero que si de verdad quería ver algo impactante, debía fijarme en las cuatro torres futuristas que se alzan sobre la nueva ciudad y brillan en la distancia con luces de color púrpura.

Aunque parece que todavía vive poca gente ahí, Lusail rebosaba de personas que experimentaban su marca particular de sobrecarga sensorial. Había aire fresco que soplaba desde el suelo, debido en parte a una enorme planta de refrigeración que escupía vapor junto al estadio. En los altavoces sonaban canciones inspiradoras. Rayos de luz bailaban en el cielo. Mujeres vestidas de flores rojas gigantescas caminaban sobre zancos. Alguien tocaba música árabe con un saxofón. Las calles estaban llenas de tiendas: Al-Jazeera Perfumes, una cafetería llamada “Cup of Joe” y, por alguna razón, un Chuck E. Cheese del largo de una manzana.