geopolítica

El recuento de los horrores en las cárceles sirias de Al Asad

En los últimos 13 años, tras el fracaso del levantamiento rebelde y la guerra civil que le siguió, Al Asad blandió como nunca los largos brazos de ese sistema para acabar con hasta el último atisbo de disidencia.

Una mujer revisa un documento mientras   otras personas revisan papeles esparcidos en el suelo en busca de signos de familiares desaparecidos, en la prisión de Sednaya, a las afueras de Damasco. (Foto Prensa Libre: Daniel Berehulak/The New York Times)

Una mujer revisa un documento mientras otras personas revisan papeles esparcidos en el suelo en busca de signos de familiares desaparecidos, en la prisión de Sednaya, a las afueras de Damasco. (Foto Prensa Libre: Daniel Berehulak/The New York Times)

Miles de personas acudieron al día siguiente de la llegada de los rebeldes a Damasco, corriendo por el antaño desolado tramo de carretera, subiendo por un sendero irregular excavado en la ladera de piedra caliza y atravesando las imponentes puertas metálicas de la prisión más tristemente célebre de Siria. Inundaron los pasillos repletos de celdas, en busca de seres queridos que habían desaparecido en el agujero negro de las prisiones de tortura bajo el gobierno de Bashar al Asad.

Algunos revolvieron las oficinas de la prisión, Sednaya, en busca de mapas del edificio y registros de presos. Una mujer ponía frente a otras personas que pasaban por allí una fotografía de su hijo desaparecido, con la esperanza de que alguien lo hubiera encontrado. “¿Lo reconoces?”, suplicaba. “Por favor, por favor, ¿lo has visto?”.

En el vestíbulo de una sección, decenas de hombres con mazos y picos destrozaban el suelo, convencidos de que había celdas secretas con más prisioneros bajo tierra. La multitud se agolpaba a su alrededor mientras la gente trepaba para ver lo que encontraban, deteniéndose solo cuando los ataques aéreos israelíes caían lo suficientemente cerca como para hacer temblar los muros de la prisión.

“¡Retrocedan, retrocedan!”, gritó un hombre, Ahmad Hajani, de 23 años. ”¡Déjenlos trabajar!”.

Desde que una coalición rebelde derrocó el gobierno de Bashar al Asad la semana pasada, quitando las cadenas a un país gobernado por el puño de hierro de la familia Al Asad durante más de 60 años, miles de sirios en Damasco, la capital, han salido a las calles para gozar la nueva libertad de la ciudad.

Pero en medio de las celebraciones, el país se ha encontrado también en el capítulo inicial de un recuento a escala nacional de los horrores que los sirios padecieron bajo el gobierno de Al Asad, al enfrentarse cara a cara con la red de prisiones, estaciones de policía y cámaras de tortura en el centro del brutal gobierno de su familia.

En ese tiempo, cientos de miles de sirios fueron engullidos por el vasto aparato de las fuerzas de seguridad de Al Asad. En los últimos 13 años, tras el fracaso del levantamiento rebelde y la guerra civil que le siguió, Al Asad blandió como nunca los largos brazos de ese sistema para acabar con hasta el último atisbo de disidencia.

La policía secreta arrebató a manifestantes, activistas, periodistas, médicos, trabajadores humanitarios y estudiantes de sus tiendas, los sacó de las aulas universitarias y los arrancó de sus coches en los puestos de control, y no se volvió a saber de ellos.

Muchos acabaron en Sednaya, la tristemente célebre prisión de las afueras de Damasco que a menudo era el último lugar donde se abandonaba a los detenidos tras meses de interrogatorios en otros centros de detención. La extensa prisión de tres alas se convirtió en un inquietante símbolo de la crueldad de Al Asad y en el centro de algunas de las peores atrocidades cometidas durante su gobierno.

Decenas de miles de personas fueron hacinadas en celdas superpobladas, torturadas, golpeadas y privadas de alimentos y agua. Más de 30.000 detenidos fueron asesinados, muchos ejecutados en ahorcamientos masivos, según grupos de derechos humanos. Amnistía Internacional calificó Sednaya de “matadero humano”.

Sus familiares vivieron durante años en un limbo de agonía, sin saber si sus seres queridos estaban vivos. Acudían a los agentes de seguridad locales cada pocos meses para suplicar información y pagaban miles de dólares en sobornos a funcionarios del gobierno para que dieran con el paradero de sus seres queridos. Si los agentes les decían que su familiar desaparecido estaba muerto, muchos se negaban a creerles.

“Eran unos mentirosos”, dijo una mujer, Aziza Mohammed Deek, refiriéndose a los miembros del gobierno de Al Asad. “Eran todos unos mentirosos”.

Los familiares, a falta de pruebas de que sus hijos, hermanos o cónyuges habían sido asesinados, se aferraban a la esperanza de que en algún lugar, de algún modo, habían sobrevivido. Y así, después de que los rebeldes tomaran el poder de Damasco la semana pasada, multitudes de personas corrieron a las prisiones y centros de detención de todo el país.

Unos pocos tuvieron los reencuentros llenos de lágrimas que tanto habían soñado. Muchos más siguen buscando, caminando por los suelos embarrados con heces de las celdas de las prisiones, donde los detenidos recién liberados dicen que suplicaron la muerte.

A medida que se prolongaba la semana, miles de personas se han visto obligadas a enfrentarse a una posibilidad que habían apartado de su mente durante mucho tiempo: puede que sus seres queridos nunca vuelvan a casa, al menos no con vida.

“Me faltan 40 personas de mi familia”, dijo Bassam Bitaf, de 38 años, a las puertas de Sednaya. “Tengo que saber dónde están, ¿dónde han desaparecido? ¿Qué les ha ocurrido? ¿Por qué no podemos encontrarlos?”.

La prisión

El edificio está situado en lo alto de una colina a las afueras de la ciudad, rodeado de hileras y más hileras de vallas de hierro y muros de concreto coronados con alambre de púas. El lunes por la mañana, la maleza del exterior de la prisión estaba ardiendo: los rebeldes habían prendido fuego a los campos un día antes, con la esperanza de que el calor hiciera detonar las minas terrestres esparcidas por la ladera.

Sednaya era, según la mayoría de los informes, la prisión de tortura más temible del régimen de Al Asad. Tan aterradores eran los reportes sobre los detenidos golpeados, hambrientos, ensangrentados y rotos que pocos en Damasco se atrevían siquiera a pronunciar su nombre durante el gobierno de Al Asad.

Sin embargo, esa misma tarde, el estridente sonido que hizo una mina al estallar atrajo a una multitud de personas a la cima de una escarpadura en busca de lo ocurrido. Horas más tarde, las multitudes se precipitaron de nuevo a la escarpadura para vislumbrar las nubes de humo de los ataques aéreos israelíes que azotaban la cima de una colina en la distancia, lo que Israel afirma que forma parte de su esfuerzo por destruir armas e instalaciones militares para mantenerlas fuera del alcance de los extremistas islamistas.

La mayoría de los prisioneros de Sednaya fueron liberados a primera hora del domingo pasado, cuando los rebeldes irrumpieron en la capital y los funcionarios de la prisión huyeron. Pero persistieron los rumores sobre una sección subterránea secreta, conocida como el “Ala Roja”, donde aún podría haber más presos con vida.

“Dicen que hay tres pisos bajo tierra”, dijo Ghassan al Debs, de 63 años, que caminaba junto a la multitud. “¿Y si se quedan sin aire? ¿Cómo podrían sobrevivir?”.

Esta era su segunda peregrinación a la prisión en dos días en busca de su hijo Maher al Debs, quien fue detenido a los 16 años en 2014 tras visitar a un tío en Sahnaya, ciudad situada en el extremo sur de Damasco.

La policía detuvo a Maher en un puesto de control cuando regresaba a la ciudad y lo acusó de visitar a las fuerzas de la oposición más al sur, en Dara’a, ciudad próxima a la frontera entre Siria y Jordania, dijo su padre. Un agente de policía llamó a su padre y le exigió 1000 dólares a cambio de la liberación de su hijo. Al Debs no tenía el dinero, y desde entonces no ha vuelto a saber nada de su hijo.

“Nunca perdí la esperanza”, explicó, haciendo una breve pausa para recuperar el aliento y apoyando la mano en un coche aparcado para estabilizarse. “Siempre tuve esperanza, porque mi hijo es inocente. Los cargos contra él no son reales”.

Como miles de personas a su alrededor, Al Debs había abandonado su coche a tres kilómetros de la entrada de la prisión y había llegado a pie. Sorteó los coches que se habían atorado en el tráfico muy cerca unos de otros, pasó junto a un hombre que rezaba en la parte trasera de su camioneta (la carretera estaba demasiado abarrotada para poner su alfombra de oración en el suelo) y rodeó a un grupo de mujeres que sollozaban en sus palmas y clamaban a Dios.

Había rebeldes con uniformes disparejos esparcidos entre la multitud. Algunos intentaban dirigir el tráfico. Otros también se dirigían a la prisión, en busca de sus seres queridos perdidos.

En la prisión, la gente deambulaba por el laberinto de pasadizos y martilleaba el suelo al azar, con la esperanza de oír un eco que pudiera señalar una habitación oculta.

“Hay gente aquí”, gritó una mujer, Layal Rayess, señalando la pared de concreto de lo que parecía ser una sala de electricidad. “Puedo oírlos”.

El hijo de Rayess había sido secuestrado de un autobús en Damasco hacía 13 años, cuando tenía 18. Un mes después, se enteró por un agente de inteligencia de que lo estaban interrogando en un centro de detención de la ciudad. No volvió a saber nada más de él.

“Prometieron que lo pondrían en libertad”, dijo, secándose las lágrimas de la mejilla con la palma de la mano. Un hombre con una pala empezó a golpear el muro con su pico, haciendo saltar por los aires trozos de concreto.

Rayess se tranquilizó con lo poco de esperanza que le quedaba. Con suerte, dijo, encontrarían a su hijo en el Ala Roja.

Al cabo de unos minutos, el hombre dejó de cavar y sacudió la cabeza. Allí no había nada.

La morgue

El martes por la mañana, los rebeldes habían descubierto 38 cuerpos en Sednaya, tal vez los primeros cuerpos de prisioneros que salían de la prisión. Los grupos de derechos humanos creen que los otros miles de personas que murieron allí fueron enterradas en fosas comunes o eliminadas en un crematorio construido en el complejo, en lo que los funcionarios estadounidenses describieron como un intento de encubrir las atrocidades del régimen.

Los rebeldes llevaron los cuerpos a la morgue del hospital Al Moujtahed, en el centro de la ciudad. Los cuerpos parecían famélicos o mutilados hasta resultar irreconocibles, les faltaban ojos y tenían las mejillas hundidas. Algunos presentaban gruesas cicatrices rojas alrededor del cuello que parecían quemaduras de cuerda, dijeron los forenses. Otros estaban cubiertos de cicatrices redondas y dentadas, probablemente producidas por planchas calientes.

Uno de ellos no tenía rostro que reconocer, solo quedaba un cráneo ennegrecido.

Dentro de una sala de examen de la morgue, los examinadores inspeccionaron los cadáveres, buscando cualquier marca para identificarlos: tatuajes, dientes torcidos. Tomaron fotografías de sus rostros desde varios ángulos. Algunos de los presuntos prisioneros parecían haber muerto solo unos días antes. Otros llevaban semanas muertos, su piel había adquirido un tono verdoso, los cadáveres llenaban la habitación con el hedor de la carne en descomposición. Al difundirse la noticia de los cadáveres, cientos de personas que habían recorrido Sednaya el día anterior se precipitaron a la morgue.

”¡Déjennos echar un vistazo!”, gritó un grupo de mujeres mientras intentaban entrar por la fuerza en la sala de examen.

Yasser al Qassem dirigió a las mujeres a un canal de Telegram donde el hospital estaba subiendo fotos de los cadáveres.

“Las fotos, por favor, miren las fotos”, gritó antes de cerrar la puerta de un portazo. Dejó escapar un fuerte suspiro. “Hay demasiada gente”, dijo.

Mientras algunos familiares de los desaparecidos se deslizaban por sus teléfonos mirando las fotografías, Roqaya al Neshi, de 65 años, se debatía si unirse a la multitud que se abría paso hacia la morgue. No reconocía a su hijo Abdul Salam en ninguna de las fotos, pero no estaba totalmente convencida de que no estuviera entre ellos.

La última vez que Al Neshi vio a su hijo fue en 2019, un año después de que lo detuvieran a los 20 años en su residencia de la Universidad de Homs. Ella lo había localizado en Sednaya y pagó a un funcionario de prisiones un soborno de US$9 mil para visitarlo. Cuando los guardias arrastraron hacia ella a un joven con los pies encadenados, las manos atadas y la piel colgando de los huesos, rompió a llorar.

“Les dije: ‘Este no es mi hijo’”, dijo. “Pero él me dijo: ‘Soy tu hijo, mamá. Soy yo’”.

Un mes después, el mismo agente le dijo que Salam había muerto, pero ella se negó a creerle. “Les dije: ‘Lo vi con mis propios ojos. ¿Cómo me dices ahora que no está vivo?’”, recordó, con las mejillas empapadas de lágrimas.

Mientras ella miraba, la muchedumbre que estaba fuera de la morgue agobiaba al personal del hospital que custodiaba la puerta de su cámara frigorífica. “Adelante”, gritó uno de los médicos. “Quien quiera entrar a comprobarlo, adelante”. La avalancha de gente se agolpó en la sala, destapando bolsas para cadáveres y abriendo de un tirón las puertas de la nevera de la morgue. Algunos salieron a trompicones, aturdidos. Otros sollozaban.

”¡Oh, Dios, oh, Dios!”, gritó una mujer.

El recuento

Al final de la primera semana de Siria libre del gobierno de Al Asad, la frenética búsqueda de celdas ocultas en Sednaya se había disipado. En su lugar, la gente revolvía los registros de la prisión esparcidos por el suelo del sótano, buscando en las páginas amarillentas los nombres de sus seres queridos.

Unos pocos aún tenían la esperanza de encontrar alguna pista que les condujera hasta sus familiares desaparecidos, con vida. “Quizá se llevaron a los prisioneros a Irán para utilizarlos como moneda de cambio con los rebeldes”, dijo Jamil Ali Al Abbaa el jueves por la noche, mientras rebuscaba entre las páginas llenas de barro.

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“O a las bases militares rusas”, sugirió otro, Ahmad al Aboud, que estaba cerca.

Pero la mayoría se encontraron ante una realidad que no querían imaginar: los seres queridos que habían perdido bajo el régimen de Al Asad se habían ido para siempre. Las preguntas que los atormentaron durante décadas quizá nunca tengan respuesta.

“Lo único que queríamos era a nuestros hijos. Vivos o muertos”, dijo Alya Saloum, de 50 años, cuyo hijo desapareció hace 11 años.

“No me queda ninguna esperanza”, dijo, secándose las lágrimas. “Se ha ido. Ha desaparecido por completo”.

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