Hoy trabaja con enfermos terminales brindándoles cuidados paliativos.
BBC NEWS MUNDO
“Lo más sorprendente de un hospital de cuidados paliativos es, paradójicamente, cuánta luz, risas, vida y alegría puede haber en ellos”
Rachel Clarke trabajó durante años como periodista. Pero un trágico evento la motivó a abandonar su carrera y volver a la universidad para estudiar medicina, disciplina a la que se dedicó su padre y por la que ella sentía fascinación desde pequeña.
Y aunque muchos puedan pensar que los hospicios son lugares deprimentes a donde van a parar aquellos casos en los que ya no hay esperanzas, para ella son un sitio donde se puede apreciar lo mejor del ser humano.
Clarke, autora del libro “Dear Life: A Doctor’s Story of Love and Loss” (“Querida vida: la historia de amor y pérdida de una médica”), compartió en una entrevista con el programa Outlook de la BBC su visión sobre por qué los últimos días de una persona son tan valiosos como la vida misma.
Lo que sigue es unasíntesis de la conversación. Al final de la nota encontrarás un vínculo al programa completo*.
Soy el tipo de persona que ha tenido la suerte de crecer con esa sensación increíble de que su padre es una especie de coloso, una figura enorme y heroica.
Él era anestesista en la marina y cuando finalmente se asentó se convirtió en médico de familia.
Era el típico doctor de la vieja escuela que caminaba por la calle y la gente lo saludaba con la mano. Todos lo conocían.
Desde que era muy pequeña escuchaba cautivada sus historias y había algo en la humanidad de cómo las contaba que me emocionaba mucho. Incluso siendo niña, podía ver que él hacía algo extraordinario.
Le importaba mucho su comunidad. Cada Navidad nos llevaba a un pequeño hospital rural a visitar a sus pacientes. Algunos no recibían ninguna otra visita ese día.
Sin estar consciente, yo entendía que hacía algo increíblemente poderoso.
¿Por qué crees que lo hacía?
Creo que en el fondo sabía que para cualquiera, paciente o trabajador, sentirse lejos de su familia ese día es algo enormemente difícil. Duro.
Lo hacía sin alharaca, de una manera muy discreta, porque creía que era lo correcto.
Recuerdo de una manera vívida cómo las caras de esas personas, tan arrugadas y viejas, se iluminaban cuando el doctor Randell iba a verlas.
Elegiste convertirte en periodista y tuviste una carrera de mucho éxito durante una década. Pero en abril de 1999 hubo un incidente crítico que te llevó a pensar que quizá deberías haber estudiado medicina... Un ataque homófobo con bomba en un pub gay…
Sí… Puedo recordar aquel día de una manera extrañamente precisa incluso hoy, tantos años después. A menudo nos pasa con experiencias traumáticas.
Estaba paseando con mi novio por Soho. Era una tarde de primavera hermosísima con un sol resplandeciente y, como todo el mundo en Londres decidimos celebrarlo tomando una cerveza.
Cuando estábamos a punto de llegar al pub Aldmiral Duncan se produjo una explosión colosal.
No recuerdo oírla. Simplemente me encontré en el suelo junto a una alcantarilla, completamente confundida porque no entendía por qué estaba viendo piernas y zapatos y todo el mundo pasando por encima de mí.
Entonces, desde esa posición, pude ver un cuerpo frente a mí. Era de un hombre al que le faltaba una pierna y la pierna estaba tendida junto a él. La explosión se la había cortado y había un gran charco de sangre brotando justo delante de mis ojos.
Al volver a casa y ver las imágenes de la masacre en la televisión, nos dimos cuenta de que estábamos muy cerca de la puerta del pub cuando estalló la bomba, que mató a varias personas. Nos salvamos por cuestión de segundos.
No podía dejar de pensar en esa experiencia, en las imágenes de las ambulancias, los paramédicos y médicos que decidieron lanzarse al peligro. Ninguno sabía si había más bombas, y aun así entraron a intentar salvar vidas.
Aquello avivó los sentimientos que ya tenía de que tal vez tendría que haber estudiado medicina. Y me impulsó a tratar de conseguir algo que en el papel parecía absurdo: “Trata ¿qué vas a perder?”
¿Le hablaste a tu padre sobre eso?
Sí, quería desesperadamente saber su opinión.
Pero él siempre se cuidó de no decirnos a ninguno de sus hijos qué hacer con nuestras vidas. Así que no me ofreció la guía que yo estaba buscando. Más bien me ayudó a pensarlo por mí misma.
Claro que cuando le dije que había decidido postularme a medicina, se puso muy contento.
Creo que, en secreto, siempre había deseado que fuera médica, aunque, de una manera maravillosa, nunca quiso influirme.
En el libro cuentas que cuando postulaste, alguien(no tu padre) te aconsejó que no dijeras nunca en una entrevista que querías estudiar medicina para ayudar a la gente...
Sí, creo que esa fue la primera vez que tuve el pálpito de que las cosas no eran exactamente como yo esperaba.
De alguna manera, nuestro deseo de ayudar y de mostrar compasión hacia seres humanos que son vulnerables es algo que se ve con malos ojos, no está en el corazón de la medicina, está sobrepasado por la intelectualidad y las investigaciones eruditas.
En teoría, los médicos deben tener la capacidad de ser duros como rocas cuando la situación lo requiera, pero no hay ninguna razón por la que no puedas reconocer una experiencia traumática.
Si, por ejemplo, trataste de reanimar el corazón de un niño y no lo conseguiste… Esa es una experiencia muy dolorosa para los miembros del equipo médico.
Yo diría que ser abierto y hablar con sinceridad sobre cómo nos afecta algo así no solo no es una muestra de debilidad, sino que es algo fundamental para mantener la resistencia y seguir adelante.
La gente quiere que los médicos salven vidas a cualquier precio. ¿Qué pasa cuando la intervención médica ya no ayuda y la discusión se plantea en torno a cómo gestionar la muerte?
Para mí, lo más sorprendente de estudiar medicina fue la ausencia de cualquier discusión o enseñanza o aprendizaje sobre el único hecho que todos y cada uno de nosotros vamos a experimentar: todos vamos a morir, pero no se habla de ello.
Nos enseñan a hacer, arreglar, salvar. Y creo que si empiezas a ser médico con esa idea arraigada es muy fácil sentirse incómodo ante la muerte. Sentir, por ejemplo, que si un paciente muere es un fracaso: tú has fracasado.
Pero si uno entra en medicina es para intentar ayudar a los enfermos, que son personas vulnerables.
Y esa vulnerabilidad no termina en el momento en que la enfermedad se vuelve terminal. De ninguna manera.
En cambio, muchos médicos perdían el interés cuando un paciente se convertía en terminal. No querían saber más.
Eso me parecía tremendamente triste, me hacía querer volcarme en esos pacientes.
Así que unos años después de licenciarte como médica, te especializaste en cuidados paliativos y ahora trabajas en un hospicio. ¿En qué se diferencia este hospital para enfermos terminales de un hospital común y corriente?
La gente cree que los hospitales para enfermos terminales son lugares oscuros, grises y deprimentes donde todo es lóbrego y marcado por el duelo, la pérdida y la angustia.
Pero en muchos casos, lo más sorprendente de un hospital de cuidados paliativos es, paradójicamente, cuánta luz, risas, vida y alegría puede haber en ellos.
Nuestro trabajo como médicos es hacer posible que los pacientes vivan lo que les queda de una manera tan rica y plena como puedan dentro de los límites de su enfermedad.
Lo único que importa es lo que le importe al paciente, no al médico.
En este puntoes cuando tratas a la persona, no a la enfermedad.
Exactamente. Las drogas, la morfina, las medicinas especializadas para tratamientos paliativos… Todo eso es importante, pero también muchas otras cosas.
Por ejemplo, una vez cuidamos a un campesino que sentía devoción por su ganado y lo que más le importaba era ver a su toro, con el que había ganado premios, una vez más antes de morir.
Así que lo organizamos todo para que un tractor entrara hasta la zona de cuidados paliativos empujando un remolque en el que iba el toro premiado. Fue algo mágico.
Hay una historia preciosa sobre una paciente llamada Dorothy y lo que hiciste por ella en sus últimos días.
Dorothy era una viejita con un espíritu magnífico, que se mantenía intacto a pesar de que estaba muy enferma y tenía una perforación en el intestino.
Cuando llegó al hospital estaba llena de energía y alegría. Y se enojó mucho conmigo porque estaba completamente convencida de que iba a morir ese mismo jueves y yo se lo discutía.
¿Por qué el jueves?
Su médico le había dicho que tenía una esperanza de vida, probablemente, de una semana y ella lo interpretó como que iba a morir ese jueves.
Aun así, accedió a contarme lo que le gustaría hacer ese día si no estuviera muerta: jugar al bridge en su club, como había hecho cada jueves en su pueblecito durante las últimas décadas.
Le dije: “de acuerdo, ¿qué te parece si asumimos que estarás muerta el jueves pero, por si no lo estás, también planeamos lo del bridge?”. En un tono exasperante, como si le hablase a una idiota, aceptó.
Llegó el día. Buscamos un taxi para que la llevara y las enfermeras pasaron horas acicalándola para que se viera perfecta con sus perlas. Estaba magnífica y lo sabía.
Cuando salió por la puerta en su silla de ruedas parecía una reina que iba a la corte por un día.
Al día siguiente le pregunté: “¿Qué tal fue, Dorothy?”. Por primera vez, sonrió y me dijo: “Doctora Clarke, fue magnífico”.
Murió unos días después.
¿Pierdes pacientes todos los días? ¿Funciona así?
Sí, más o menos. Creo que no he tenido una semana en la que no haya perdido a un paciente.
Mucha gente piensa que eso debe ser muy deprimente. No hay duda de que a veces te golpea con dureza, pero trabajar en un hospital de cuidados paliativos tiene el efecto contrario en mí. Sinceramente, lo encuentro estimulante e inspirador.
Y es así porque mucha gente, cuando es dignosticada con una enfermedad terminal, descubre en su interior fortalezas y una capacidad de resistencia profunda que probablemente no sabía que tenía. Lo mismo pasa con sus familias.
Veo coraje, y valentía, y dignidad… Y un amor y una compasión infinita. La verdad es que cada día me encuentro con lo mejor de la naturaleza humana.
La perspectiva de la muerte te tocó de cerca cuando a tu padre le diagnosticaron un cáncer terminal. Como médicaen cuidados paliativos, sabías perfectamente lo que le esperaba…
Me dirigía a la escuela a recoger a mi hija pequeña y recibí una llamada de mi padre. Me dijo que tenía malas noticias y había algo en su tono que me indicó inmediatamente que se trataba de algo catastrófico.
Cuando me contó que tenía cáncer y que había un tumor grande en su intestino me sentí completamente desbordada.
Llegué a la escuela, lancé mi móvil al suelo del auto y empecé a temblar y a llorar sin parar, como si mi corazón se estuviera rompiendo, que es realmente lo que me estaba pasando.
Tuve el presentimiento horrible de que ese cáncer acabaría siendo incurable. Y lo era. Muy pronto supimos que se había extendido al hígado y no había nada que hacer.
Siendo los dos médicos ambos éramos perfectamente conscientes de cómo iba a ir todo, qué síntomas iba a desarrollar y cómo ese cáncer iba a sobrepasarlo.
Sin embargo, en esa etapa descubrí que ninguno de mis conocimientos profesionales ayudaba en un sentido profundo y fundamental, y de una manera extraña, eso fue una lección muy importante para mí.
Papá solía llamarme por teléfono casi todos los días porque le resultaba muy terapéutico hablar sobre su enfermedad con otro médico y yo, además, era su hija.
Con él tuve que hacer uso de toda mi formación para intentar ser una médica calmada, objetiva, tranquilizadora y razonable y al mismo tiempo suprimir a la hija llorona y llena de angustia.
Pero cada vez que colgaba y dejaba el teléfono, estaba llorando. Porque era una hija afligida y no puedes escapar de esa condición. De eso te das cuenta muy pronto.
Con tus pacientes dedicabas mucho tiempo a descubrir qué les importaba y cómo querían emplear el último tiempo que les quedaba. ¿Cómo fue con tu padre? ¿Qué quiso hacer?
Papá tenía una actitud extraordinaria ante su enfermedad.
Tenía 75 años y lo aceptó sin quejarse. Se preparó para llenar los últimos meses, semanas, días de su vida con todas esas experiencias sencillas y pequeñas que, en el fondo, todos sabemos que son lo que más nos importa.
Pasó horas caminando al aire libre. Se fue en carro con mi madre hasta las Highlands de Escocia -unos 1.000 km de manejo- porque había sido un montañista fanático y quería contemplar sus amadas montañas una vez más.
Y nosotros, su familia, intentamos encontrar experiencias que él apreciase.
Por ejemplo, yo sabía que siempre le había gustado la música clásica y que cuando era estudiante de medicina le gustaba ir a los conciertos de la BBC en el Royal Albert Hall de Londres.
Así que conseguí unas entradas para llevarlo a él y a mi madre a un concierto de Elgar en un palco. Le encantó. No había asistido a uno en 40 años.
En un momento los tres estábamos abrumados por esa combinación de belleza, música y el dolor insoportable, porque sabíamos que iba a ser el último concierto que íbamos a compartir.
Eso es todo lo que tienes, esos momentos preciosos que no duran para siempre, pero nosotros conseguimos celebrar cada uno de ellos hasta el final.
Y murió rodeado de amor…
Sí, creo que una de las cosas más emocionantes de mi trabajo como médica de cuidados paliativos es tener el privilegio de ver la cantidad de amor que rodea a las personas que están en su lecho de muerte.
Entras en la habitación y casi te golpea físicamente la intensidad de ese amor.
Cuando falleció mi padre fue exactamente igual.
Durante sus últimos cinco días de vida, cuando estaba en una cama de hospital en la planta baja de su casa, alguno de nosotros le sostenía la mano todo el rato, día y noche. Nunca estuvo solo.
Por la noche, mi madre quería estar junto a él en una cama pequeña. Fue realmente hermoso.
Nada de eso evita la pena de perder a tu padre, pero es un alivio enorme saber que no estaba en un hospital rodeado de máquinas, sino en su propia casa, con su piyama, rodeado de su familia y de amor.
¿Cuando volviste al trabajo lo hiciste con otros ojos?
Estaba muy asustada porque temía que me resultara demasiado duro que cada paciente me recordara a mi padre.
Y por supuesto, eso fue lo que me sucedió hasta cierto punto.
Pero al mismo tiempo, regresé con un vigor renovado y con la determinación absoluta de hacerlo de la mejor manera posible.
Me di cuenta de que ese año de duelo me había dado algo muy poderoso. Ver morir a mi padre me hizo una mejor médica.
Ahora tenía esa experiencia vivida en primera persona, aprendida y real.
Gracias a eso entendía mejor por lo que los familiares en duelo estaban pasando, ser una madre, un hijo, una esposa, un marido que está perdiendo al amor de su vida. Fue una lección de humildad muy importante para mí.
También podía tener una comprensión más clara de lo que mis propios pacientes estaban sufriendo porque había mantenido muchas conversaciones con mi padre a lo largo de su enfermedad.
¿Cuánto piensas en tu propia muerte?
Creo que soy extrañamente filosófica acerca de mi propia muerte, y me gustaría creer que si me diagnosticaran una enfermedad mortal ahora mismo, sería capaz de mantener esa perspectiva.
Me diría que me niego a vivir amargada a causa de la vida futura que he perdido, y me centraría en la suerte que he tenido de haber vivido 47 años, de haberme casado, de haber tenido hijos.
Así que no tengo miedo a morir ni a los síntomas terribles al final de la vida porque sé que la mayor parte de ellos se puede cuidar muy bien.
¿Cuál es tu equivalente del toro que ganaba premios? ¿Qué te gustaría tener en tus últimos días, además de a tu familia?
Tengo un deseo muy específico para mi lecho de muerte y se lo he comunicado a toda mi familia para asegurarme de que suceda.
Durante toda mi vida he estado desesperada por ver a una nutria silvestre en la naturaleza.
Lo he intentado de muchas maneras durante décadas.
Me he levantado a las 5 de la madrugada en las islas de Escocia, he recorrido la costa buscándolas y siempre me han esquivado.
Así que mi deseo es que por favor, no importa lo enferma que esté, incluso si tengo que ir en silla de ruedas, si tengo fiebre… no me importa: llévenme a un río donde seguro pueda ver a una nutria y moriré siendo una mujer feliz.
* Si quieres escuchar la entrevista (en inglés), haz clic aquí.