Adentro del vehículo, el calor del altiplano boliviano agudiza el olor punzante a hoja de coca mascada.
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Especial BBC Mundo: la paradoja del Poopó, el lago de Bolivia que aparece y desaparece
Abdón nunca vio el mar. Pero desearía verlo. Me lo cuenta mientras conduce su vieja furgoneta por unas pistas polvorientas e improvisadas.
El lecho del lago boliviano Poopó, durante la estación seca, se convierte en una planicie arcillosa (foto: Angelo Attanasio).
Afuera, enmarcado por la ventanilla, desfila un panorama monótono, una inmensa planicie blanquecina salpicada por el verde apagado de unos arbustos.
A ratos aparecen unos prometedores destellos que evocan la presencia de un lago.
“¡Agua!”.
Pero, a cada metro recorrido, esa agua se vuelve más lejana, inalcanzable, hasta fundirse en el horizonte con los cerros del altiplano andino.
Porque esa agua no existe: es una ilusión óptica.
Todo lo que queda del lago Poopó, que llegó a ser la segunda extensión de agua dulce de Bolivia, es ahora un espejismo.
Hasta hace unos meses, sin embargo, no era así.
Y dentro de otros pocos, cuando la estación de lluvias haya cumplido con su tarea, el lago probablemente volverá a aparecer.
Ya ocurrió a principios de 2017, cuando el ministro de Defensa boliviano, Reymi Ferreira, publicó una foto acompañada de una frase elocuente: “Lago Poopó otra vez con agua”.
Pero, ¿realmente el lago había reaparecido? ¿Cómo podía haber ocurrido? ¿Se mantendría o volvería a desaparecer?
Es finales de noviembre de 2017 y Abdón aparca la furgoneta en un punto indefinido de esta llanura seca.
Bajo a comprobar la consistencia del mosaico de arcilla y salitre que conforma el lecho de este lago quemado.
A cada paso, entre las grietas de los terrones, brota la misma pregunta: ¿cómo se cuenta la historia de un lago que existe y no existe a la vez?
Decido que la mejor manera de hacerlo es encarándolo desde todas partes: adentrándome en sus entrañas, recorriendo sus terrenos y sobrevolándolo.
1. Desde el aire
Marcelo Miralles es un hombre decidido.
El 12 de diciembre de 2015 el diario del que es gerente, La Patria de Oruro, publicó la noticia: ¡El lago Poopó desapareció!.
Nadie le creyó.
Así que unos días después se subió a la avioneta con la que ahora estamos surcando el aire frío y enrarecido de la mañana.
Iba en busca de la prueba definitiva y la encontró sacando una foto que salió al día siguiente en portada.
La noticia se esparció rápidamente por el resto del mundo y causó revuelo expresado en tonos apocalípticos.
¿Cómo es posible que los tres mil kilómetros cuadrados del lago Poopó se hayan esfumado? ¿Acaso son los efectos del cambio climático?
Durante meses, distintos medios internacionales reportaron la muerte del Poopó. Hasta que el Poopó regresó.
Situado a más de tres mil 600 metros de altitud, este lago ocupa una vasta depresión que recoge las aguas del departamento de Oruro, una árida meseta andina encaramada en la cordillera que separa a Bolivia de Perú.
El 90% proviene del río Desaguadero, que lo conecta con el Titicaca, y estos dos lagos, junto con el Salar de Coipasa y el Salar de Uyuni, forman un sistema endorreico (es decir, sin salida al mar) llamado TDPS.
Cuando el nivel del Titicaca cae por debajo de los tres mil 810 metros, el flujo que alimenta el Desaguadero se interrumpe y el lago no puede compensar la pérdida masiva de agua debido a la evaporación de la superficie.
Pero toda esta complicada geografía, desde la altura de 500 metros a la que Marcelo Miralles y yo estamos volando, sólo se puede intuir.
Hay sin embargo dos elementos peculiares que llaman en seguida la atención. Miralles me los indica mientras hace virar la avioneta hacia lo que era -y tal vez será- la isla de Panza, y que ahora es sólo una verruga en la piel agrietada del lago.
El primero es la paleta de colores del lecho del Poopó: las tonalidades de beige dejan paso a unas más internas de color marrón claro que, a su vez, dan paso a otras más oscuras.
Los movimientos sinuosos que forman estos colores se alternan como si fueran la resaca de una ola en la playa, con la diferencia de que aquí el blanco de la espuma es una espesa costra de sal.
Del verde que caracteriza el agua del Poopó o del rosa de los flamencos andinos, en cambio, ni rastro.
El segundo elemento, que Marcelo insiste en remarcar, es que el lago está completamente seco.
“Otra vez”, recalca.
Efectivamente, la desaparición del 2015 no fue la primera en la historia de este frágil cuerpo de agua.
A lo largo del siglo XX el Poopó estuvo completamente seco entre 1939 y 1944 y entre 1994 y 1997, mientras que entre 1969 y 1973 quedó reducido a unos cuantos charcos salados.
Pero también es verdad que el lago ha vuelto todas las veces: regresó en los 40, volvió en los 70 y a principios de 2017.
“No hay duda de que el Poopó volverá a existir en el futuro”, me garantiza Milton Pérez, profesor de ingeniería agrícola de la Universidad Técnica de Oruro, que desde hace tiempo investiga los movimientos del lago.
Aunque eso no significa que seguirá resucitando eternamente, Pérez está convencido de que todavía habrá Poopó por muchos años más. Pero no para siempre.
Su convicción se basa en varios estudios científicos que demuestran que el Poopó deriva de otros lagos prehistóricos mucho más grandes y que acabaron secándose.
El último de estos, el lago Minchín, ocupaba hasta hace 10 mil años las áreas del Poopó y de los actuales salares de Uyuni y de Coipasa.
“Según su comportamiento natural, el Poopó también está destinado a convertirse en un salar”, me explica Pérez.
“Por lo tanto, la pregunta que hay que hacerse es: ¿en cuánto tiempo?”, le dice a BBC Mundo.
Los modelos matemáticos de los expertos apuntan a que la desaparición natural del Poopó acontecerá dentro de entre mil 500 y dos mil años.
Aunque según aseguran varios científicos, el cambio climático, los efectos de la Oscilación Meridional de El Niño (ENSO) y la actividad humana están acortando su vida.
Entre 1995 y 2005 la temperatura en el altiplano andino subió un promedio de 0.9 °C, y la temperatura mínima aumentó 2.06 °C en los últimos 56 años. Estos factores influyen de manera decisiva en la evaporación de las aguas.
A eso hay que añadir unos ciclos de sequía cada vez más frecuentes y largos. Antes, a un año de lluvia escasa le seguían siete de lluvias abundantes, cosa que permitía la recuperación del lago.
En las últimas dos décadas, en cambio, la sequía se repitió cada tres años.
Finalmente, hay que considerar los vientos que entre agosto y septiembre barren sin piedad la superficie del lago y lo inundan con millones de toneladas de sedimentos del desierto de Atacama.
¿Pero se puede decir que la desaparición del Poopó se debe al cambio climático?
“Sí, pero solo en parte”, responde Pérez.
A los efectos naturales se suman además el uso cada vez mayor del agua del Desaguadero para producción agropecuaria y las consecuencias de siglos de actividad minera en la zona.
“De no cambiar estos factores”, sentencia Pérez, “el Poopó está destinado a existir como mucho otros 250 o 300 años”.
¿Y hay solución?
“Podemos hacer poco contra el cambio climático o el Niño”, añade, “pero sí podemos actuar sobre las otras causas”.
2. Desde la superficie
A Pablo Flores ya no le queda ni siquiera su sombra.
Se la borró el sol del mediodía, el mismo que desde hace milenios tuesta las pieles de las poblaciones del altiplano y que ahora corroe las tuercas del barco que me señala con el brazo.
Lo señala como si la oxidada embarcación fuera la culpable del desastre, cuando ese amasijo de madera y chatarra no es más que otra víctima involuntaria de esa ausencia llamada Poopó.
Durante casi toda su vida Flores vivió de la caza y de la pesca en el lago, igual que casi todos los hombres de Puñaca Tinta María, una de las tres aldeas habitadas por la comunidad indígena Uru-Murato en la ribera oriental del lago.
Y desde hace unos meses él es “mallkuqota”, la autoridad tradicional del lago, un cargo que le otorga dos derechos absolutos: el de velar por el Poopó y el de hablar en nombre de los poco más de 700 urus que todavía viven en sus orillas.
“Desde que el Poopó se secó, los urus somos huérfanos”, me dice mientras caminamos hacia lo que considera su última esperanza: un “atajado”, un montículo de tierra de menos de un metro de altura y de decenas de kilómetros de largo levantado para cercar las aguas del lago.
Cuando las aguas vuelvan, claro.
“El lago nos daba la vida”, dice con un tono de voz que oscila entre la resignación y el candor optimista.
“Por eso hemos pensado hacer un atajado, para que el viento no se lleve el agua. El viento es quien trae la muerte al Poopó”, le dice a BBC Mundo.
Desde hace unas semanas todas las familias urus de la zona están ocupadas excavando en la arcilla ese dique que, creen, les devolverá el lago.
“Perdimos nuestros oficios y ahora estamos trabajando como jornaleros. Antes, entre marzo y octubre sacábamos unos seis quintales de pescado día por medio. Ahora, nada”.
Como “mallkuqota”, Pablo se encarga de los rituales para que llueva y vuelvan las aguas al Poopó.
Detalla la “misa grande” que hicieron en septiembre, un ritual que, según me cuenta, tuvo su recompensa y que fue celebrado como la llegada de un familiar a quien no se ve desde hace tiempo.
“Nuestro creador nos escuchó y tres días después llovió. Nuestra esperanza es que este año, con la estación de lluvias, volveremos a comer pejerrey”.
De momento los urus se tienen que conformar con las bolsas de comida, a veces escasa, que el gobierno departamental les entrega a cambio de cavar ese dique de arcilla seca, más eficaz para contener la promesa del lago que sus aguas.
“Los urus se han convertido en los primeros refugiados climáticos de Bolivia”, me suelta a bocajarro Limbert Sánchez Choque, el coordinador general de la asociación CEPA (Centro de Ecología y Pueblos Andinos).
Sánchez se ocupa desde hace años de los problemas ambientales en el área de Oruro y está convencido de que el atajado que los urus están construyendo no sirve.
“Es un chiste”, le dice a BBC Mundo.
“¿Volverá entonces el lago?”, le pregunto.
“Sí, pero si se dan ciertas condiciones”, es su respuesta.
Su lista contiene una política de regulación hídrica del TDPS, obras de dragado del lecho, el cierre de los canales de riego en época de lluvia y un mayor control de la actividad minera.
Pero es cuando habla de las consecuencias sociales que acarrea la condición del Poopó que asoma entre sus palabras un tono fatalista.
“Un pueblo sin tierra es un pueblo condenado a desaparecer. Y la tierra de los urus es el lago. ¿Cómo se puede preservar su identidad cultural?”, se pregunta. “¿Qué perspectiva, qué horizonte económico se le va a dar a ese pueblo?”.
Según él, son las autoridades públicas quienes tienen la obligación de dar respuesta a estas preguntas.
La máxima autoridad política de la zona es Víctor Hugo Vázquez, el gobernador del Departamento de Oruro.
“Lo que hay dejar claro es que no son las leyes las que hacen la naturaleza, sino que es la naturaleza la que hace la ley”, es lo primero que me dice entre resoplidos.
Una foto con el presidente Evo Morales, situada en una estantería de su enorme despacho, es testigo mudo de sus palabras.
Además de la repisa, ambos hombres compartieron gobierno -Vázquez fue viceministro de Morales entre 2009 y 2014- y lugar de nacimiento.
Los dos son de Orinoca, una aldea a pocos kilómetros de la orilla occidental del Poopó.
Tal vez sea por eso que, interpelado por la desaparición del Poopó en 2015, Evo Morales escarbó entre sus recuerdos de infancia para afirmar que él, de joven, a menudo viajaba en bicicleta hasta llegar a la ciudad de Oruro.
Fue solo dos años después que Morales se rindió ante la evidencia, pero arguyó que “Bolivia es víctima del calentamiento global” y que la culpa es de las naciones más industrializadas.
“No son las leyes las que hacen la naturaleza sino que es la naturaleza la que hace la ley”, me repite el gobernador Vázquez, en el cargo desde el 2015.
“Pensar que el agua no se va a usar para la minería o pensar que no se va a usar para la agricultura y que después el lago Poopó va a volver a estar lleno es falso”, le dice a BBC Mundo.
Y vuelve a resoplar.
“Yo he nacido, he vivido y vivo actualmente en las orillas del lago Poopó. Desde que tengo uso de razón lo vi secarse tres veces. Para mí no es nada extraño, no creo que hace falta alarmarse tanto”, insiste.
“Claro, en los 80 no había redes sociales y la BBC dónde estaría…”, me interpela.
Le pregunto, ahora que la BBC sí está, cuáles son para él las causas principales de este problema. Y me indica tres, la misma tríada que recitan todos los expertos.
La primera es la contaminación: “El lago Poopó ha sido el dique de cola durante cientos de años de la minería en Oruro, desde la colonia hasta la república. Y gracias a Dios el dique de cola que se está construyendo en Huanuni va a solucionar el problema. Ha habido tardanza, sí. Pero se va a concluir el próximo año”, empieza el gobernador.
“Después está el tema del sedimento”, dice sobre los residuos de la actividad minera que están colmatando el lago, eliminando la pendiente y convirtiéndolo en una superficie plana.
Y como tercera causa señala el sistema de los canales de riego.
“Pero ratifico mi posición: pensar que si se regulan o se cierran los canales el lago va a estar bonito como antes es falso”, insiste.
“¿Pero el lago va a volver?”, le pregunto.
“Presiento que esto va a durar un año o dos más y después el lago va a volver a llenarse”.
3. Desde las profundidades
Desde que un conquistador andaluz, allá por el principio del siglo XVII, fundara la ciudad de Oruro para abastecer a España de plata, la economía de la zona ha cambiado muy poco.
En estos cuatro siglos, miles de kilómetros de túneles, pozos y galerías agujerearon incesantemente las sierras de este departamento -del que forma parte el Poopó- para suministrar zinc, oro, plata, plomo y estaño.
Se trata de los mismos cinco minerales que en 2016 representaron más del 45% de las exportaciones bolivianas al exterior.
Y en esta zona el sector minero se hace indispensable por al menos dos razones: sus regalías nutren las arcas públicas – Oruro es el segundo departamento que más aporta al Estado boliviano- y generan mucho empleo: alrededor de 80 mil personas, entre puestos directos e indirectos.
Además fue, y en parte sigue siendo, un granero de votos para el MAS (Movimiento al Socialismo), el partido del presidente Morales y del gobernador Vázquez.
“La minería en esta zona se practica desde hace 500 años, mientras que la ley de medioambiente sólo tiene 30”, le dice a BBC Mundo Milton Ochoa, el asesor técnico-ambiental de la Federación de Cooperativas Mineras (Fedecomin) de Oruro.
“Y todas las operaciones mineras descargan agua contaminada en el lago Poopó”.
Esa contaminación fue una de las causas principales de la muerte, en diciembre de 2014, de más de tres millones de peces, un acontecimiento que precedió unas semanas la desaparición del lago.
Además, en los últimos tiempos algunos estudios sugieren que la incidencia de cáncer entre la población de esta zona es más alta que en otras.
“Dados esos factores”, le pregunto, “y suponiendo que el lago vuelva, ¿podrá volver la vida?”
“Querer hablar de una 'remediación' ambiental en el lago Poopó es poco menos que imposible”, me contesta, escueto.
Las culpas apuntan en tres direcciones: las minas de Kori Chaca y Kori Kollo (de la empresa privada Inti Raymi, que ya no opera pero sigue manteniendo sus enormes diques de cola), la empresa de propiedad pública Huanuni, que da trabajo a unas cuatro mil personas, y las más de 80 pequeñas y medianas cooperativas locales reunidas en la Fedecomin.
“Aquí no vamos a defender lo que es indefendible”, le afirma a BBC Mundo Vladimir Rodríguez, presidente de la comisión de minería e hidrocarburos de la Asamblea Departamental de Oruro y uno de los portavoces de la mina de Huanuni, que opera desde hace 70 años sin tener un dique de cola para sus residuos.
“El río Huanuni está contaminado abajo, en los sedimentos”, añade. “Yo no soy ingeniero, pero cualquiera sabe que una mina debe tener un dique de cola para no contaminar.”
La empresa afirma que está ultimando la construcción de este muro de contención, que, dice, estará listo en unos meses.
“¿Por qué, mientras, no cerraron la mina para evitar problemas medioambientales?”, le pregunto.
“Porque si lo hiciéramos tendríamos un conflicto social”, contesta Rodríguez.
Pero la minería no constituye el único problema del subsuelo.
A pesar de su riqueza, más de un tercio de la población del departamento de Oruro vive en condiciones de extrema pobreza, y la esperanza de vida en esta zona es de 10 años menos con respecto al resto de Bolivia.
Por eso en la última década el boom mundial de la quinua representó una balsa salvavidas para la economía local.
Las exportaciones de este cereal en 2016 alcanzaron más de 28 mil toneladas, casi cinco veces más que las seis mil 600 toneladas registradas 10 años atrás.
Y el 80% de las exportaciones bolivianas de quinua tienen su origen en el departamento de Oruro, en particular en la orilla occidental del Poopó.
Esto quiere decir también un mayor uso de recursos hídricos. ¿Cuáles? Los que resultan de la canalización del río Desaguadero, con la consecuencia que éste disminuyó aún más su caudal hacia el Poopó.
Los “regantes” -que es como la población local llama a esta aristocracia campesina dueña de los canales de riego de la zona- culpan a su vez a los responsables peruanos de las compuertas del Titicaca, que cierran el flujo aguas arriba.
De esta forma, el ciclo del Poopó se cierra en el punto de partida, dejando irresuelta la pregunta sobre su supervivencia.
El futuro de Abdón
Varios días después, con la enorme estatua de la Virgen del Socavón que domina la ciudad de Oruro ya a mis espaldas, regresa el recuerdo de Abdón, del olor punzante a coca mascada y de su deseo de ver el mar.
Abdón se apellida Choque y ha vivido la totalidad de sus 20 años en la comunidad uru-murato de Puñaca Tinta María, a orillas del lago.
Acaba de completar sus estudios secundarios y en breve se mudará a Cochabamba. Dejará su rutina diaria en este pueblo sin electricidad ni agua corriente, estudiará turismo y probablemente hará un viaje para conocer el mar.
Y mi mente regresa a la pregunta que me hizo, mientras me ayudaba en mi investigación, Ovidio Cayoja, uno de esos reporteros locales que aman su territorio tanto como su oficio.
“¿Crees que el Poopó volverá?”, me espetó una tarde.
Mi respuesta dejó en el aire más dudas que certezas, más interrogantes que convencimientos.
No sé si volverá el lago, le contestaría ahora, pero sí sé que el futuro de Abdón probablemente no está en sus orillas.