Nació el 1 de noviembre de 1915 en Jericó, un pueblo del sur del departamento de Antioquia, en el centro de Colombia, y siempre vivió -o sobrevivió- en esa zona.
BBC NEWS MUNDO
Cruz Elena, la mujer de 100 años que lleva 70 como testigo de la guerra en Colombia
La palabra resiliencia es relativamente reciente en el idioma español, pero su sentido está plasmado en cada arruga y en cada recuerdo de los 100 años de vida de Cruz Elena Cardona.
A sus 100 años, Cruz Elena Cardona ha sido testigo privilegiada de la historia de Colombia. Y víctima de sus violencias. BBC MUNDO
“No aprendí a vivir en guerra, ni aprendí de venganzas, sólo del amor de Dios”, dice sin embargo esta mujer, a la que le tocó vivir los más de 50 años de guerra entre el Estado y las guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), con las que se acaba de acordar la paz.
También con el conflicto con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), que sigue vigente. Y varios de los conflictos que los precedieron.
Cuando se casó con su marido se mudó a la finca de la cercana zona rural de Santa Teresa, donde la visitó BBC Mundo.
“Ese negro hermoso”
“Mi papá iba a la feria a Jericó”, cuenta Dioselina Parra, la hija de 66 años de Cruz Elena, “y siempre mi mamá se quedaba mirando a ese negro hermoso a caballo”.
Se llamaba Manuel Salvador Parra, era viudo y tenía seis hijos de su anterior matrimonio. También era simpatizante del partido Liberal, mientras que Cruz Elena era conservadora. Pero nunca se pelearon por eso.
Sí tuvieron problemas, muy graves, con otros.
En 1947 le advirtieron a su marido: “Andáte que nos vienen quemando todas las casas”. El pueblo era mayoritariamente conservador y pusieron en la mira a los pocos liberales que vivían allí.
Cruz Elena siguió a don Manuel Salvador, que se había ido hacia el monte.
“El bebé no aguantó”
“Me metí unos centavitos al bolsillo y salí”, cuenta Cruz Elena mientras me mira fijo con sus ojitos, chiquitos, como ella.
Recuerda que se cruzó con una vecina que le preguntó si iba para la casa. “Yo no voy para casa”, contestó, “yo voy para donde está mi marido”.
Embarazada de ocho meses, trepó cuestas, bajó barrancos -“Boté los zapatos, me chucé (corté) toda”, cuenta- y durmió mal, comió mal, pasó sed.
El bebé nació pero no aguantó y terminó muriendo.
No fue el único de los hijos que perdió: sólo cuatro llegaron a adultos. De ellos sólo están vivos hoy Dioselina y su hermano Ramón. A otro varón, Gabriel, lo mataron en 1975 por ser conservador, me cuenta Dioselina.
Más y más desplazamientos
En el 48 regresaron a la finca. Pero no pasaron diez años cuando otra vez grupos conservadores le dijeron a Manuel Salvador que no lo querían ahí.
Se pudo instalar en el pueblo, que está a eso de una hora a pie, junto con Cruz Elena.
Ella seguía subiendo a la finca, a la que se llega primero por una carretera destapada (de tierra) y luego caminando 20 minutos por entre árboles y sembrados. En el recorrido se solía encontrar con quienes los habían obligado a irse.
“Tenía que cruzar este puente de aquí caminando para atrás, para no darles la espalda”, recuerda.
Una vez la amenazaron para que no subiera, pero siguió haciéndolo, a buscar alimento pues la finca provee aguacate, plátano, mango, guanábana. Les dijo: “Yo no voy a aguantar hambre”.
En 1981 murió don Manuel Salvador, ya viejo.
Unos cuatro años más tarde, Cruz Elena estaba de regreso en la finca.
Pero le tocó volver a salir por miedo al poco tiempo, porque por la zona se movía la guerrilla del ELN.
Se fue otra vez al pueblo, donde se instaló con Dioselina. Y en 1992 alguien le dijo a Dioselina que mejor se fuera, una amenaza que nunca supo bien de dónde vino.
Decidió mudarse a Medellín junto a su madre, donde fueron desplazadas por paramilitares.
“En el 2000, los paracos estaban cobrando vacuna (extorsión) y yo les dije que no, que no tenía qué darles”, recuerda Dioselina que les dijo antes de que la obligaran a salir de su casa.
Los vecinos
Finalmente pudieron regresar, Cruz Elena y Dioselina a la finca, ese verde pedazo de tierra, con un balcón natural a una vista privilegiada, con una casita de cuatro cuartos, de viejas puertas de madera y tejas desparejas.
Allí viven todavía con Virgelina Parra, una sobrina de Cruz Elena de 83 años y Mauricio Cardona, un primo de Dioselina que quedó ciego a los 13 años, pero que trepa árboles y usa el machete como si no le faltara vista.
Sentados los cuatro, conversando, escuchan a lo lejos sin cesar motosierras tumbando árboles y se quejan de la deforestación. A ese ritmo la madera de aquí va a dejar de existir antes que Cruz Elena.
Ella sigue muy activa, hace tareas, limpia, barre, baila con su hija o con Mauricio. Y conversa hasta el cansancio y a carcajadas con Virgelina.
Y sigue aquí, en la misma finca, la misma casita, de donde la sacaron tantas veces, y donde todavía sigue siendo vecina de algunos hombres que fueron sus enemigos, que quisieron tumbar la vida de su marido como los leñadores tumban los árboles.
Un policía de por acá, me cuenta Dioselina, le dijo una vez: “Ustedes están vivos por la señora mía”. Los iban a matar y la mujer del uniformado fue la primera que se les apareció a los de la turba, que se dieron la vuelta al verla.
Hay otro vecino al que Dioselina le dice en tono de burla que sus manos quedaron atrofiadas por cargar los bidones de combustible con los que prendían fuego las casas de los liberales durante el período de La Violencia, que duró aproximadamente desde 1948 hasta 1957 y que dejó más de 200.000 muertos.
Ahora conviven en paz, ya se perdonaron las heridas, las rencillas viejas.
El retorno
En el campo colombiano, en zonas como esta, es en las que más se ha sufrido la guerra.
No sólo gente como Cruz Elena y su familia.
Un campesino del lugar, Juan Esteban Vélez Cañaveral, tuvo que huir a los 17 años para evitar ser reclutado por las FARC. Volvió muchos años después.
También me contaron cómo un comandante paramilitar “estaqueó” a una mujer y la hizo partir al medio con una motosierra, despedazarla y entregársela en bolsas a sus padres: alguien le había dicho que andaba hablando mal de él.
Aunque esas épocas hayan quedado atrás y en La Habana se haya acordado la paz con las FARC Colombia todavía no se siente tranquila, no al menos en esta región.
En el pueblo me señalan el filo de un verde cerro, verde como todo aquí: “Por ahí andan los elenos”.
El ELN, Ejército de Liberación Nacional, que con la desmovilización de las FARC se convertirá en la principal guerrilla del país.
Y luego me aseguran que hay paramilitares que siguen rondando el lugar y temen que vuelvan a querer ser fuertes, como en esas épocas en que no se podía mover un dedo sin que ellos estuvieran al tanto, esas épocas en que una delación malintencionada podía terminar en la más feroz de las muertes.
La muerte, la paz y la guerra
Pero la muerte es algo a lo que ya no preocupa a Cruz Elena. Tal vez porque ya pasó por ella.
“Tres meses antes de cumplir 100 años mi mamá se me murió”, me cuenta su hija Dioselina, “me dijo que se iba, y no tenía pulso”.
Pero como a los 15 minutos respiró y dijo “Ay, mija, estuve en un lugar tan lindo que creo que ya no le tengo miedo a la muerte'”.
¿Qué piensa Cruz Elena de la paz con las FARC?
“Yo creo que es una cosa buena esa; en los gobiernos está que hagan la paz”.
¿Terminó la guerra entonces en Colombia?, le pregunto.
“Eso no se ha acabado todavía”, advierte.