Teresa Martin nunca pisó un aula universitaria. Sus estudios se limitaron a las parcas lecturas realizadas en un convento de carmelitas descalzas. Y sin embargo, Juan Pablo II la declaró Doctora de la Iglesia, al ponerla como ejemplo de la mujer práctica y espiritual del nuevo milenio.
Quizá porque en su autobiografía, Historia de un Alma, Santa Teresita del Niño Jesús condensó la esencia de la ética cristiana: el caminito de vida, decía despojada de pomposidades y tono doctoral, consiste simplemente en emprender con amor aquello que nos corresponde hacer.
A primera vista, su vida no tiene nada de extraordinario. No peleó por la patria como Juana de Arco, ni murió martirizada en la trapa como Cecilia, Catalina o Apolonia. Teresita demostró que no hace falta la fama, o la cruz llevar una vida santa. Su santidad se fundamenta precisamente en lo ordinario, lo común, lo cotidiano. Seguir ese caminito diario equivale a servir, a amar en cada instante a los demás.
Presagios, milagros y caprichos
Teresa Martín nació en 1873, en el seno de una familia numerosa en Alencon, Francia. Su vida estuvo marcada por el sello divino, los presagios y los milagros. La pérdida de su madre hizo que se acercara más al padre, quien cariñosamente la llamaba mi reinecita.
Uno de los primeros presagios se suscitó una noche de verano. Ella tenía siete años. Caminando el campo, de la mano de su padre, exclamó asombrada, señalando al cielo ¡Mira papá, mi nombre está escrito en el cielo!. Una inmensa constelación en forma de T fulguraba en el cielo nocturno.
La pequeña podía ver y conversar con los ángeles. Una vez, estando enferma de gravedad, sanó milagrosamente luego de que la Virgen le regalara una sonrisa. A su alrededor, los adultos escuchaban atónitos los relatos de sus visiones. El día de la toma de hábitos, la novicia deseó que cayera una neva. El cielo estaba limpio pero a la hora de la ceremonia, nevó.
Quizá haya sido un mero capricho, pero ella luego repetiria que Dios sopla donde él quiere. Y ella misma fue un ejemplo; pintó magistralmente, sin conocimiento de la plástica, escribió poesía sin saber de métrica. Leía el pensamiento de las novicias, y a más de una echó en cara su falsedad o indolencia.
Pequeña Doctora de la Iglesia
Los escritos de Santa Teresita del Niño Jesús no tienen la profundidad de los de Sor Juana Inés de la Cruz o Santa Teresa de Ávila. Sin embargo, su frescura vivencial, semejante al del diario de una colegiala, va directo al corazón.
El manuscrito de Historia de un alma, garabateado a lápiz o tinta china, llegó a convertirse en un best seller de la literatura francesa. Traducida a más de 35 idiomas, la biografía pudo haber sido escrita ayer. En ella se asoma una Teresita humana que sufre, pero capaz de atisbar la voluntad de Dios. Toda esa filosofía de vida, de hacer la voluntad de Dios, se aplica a la rutina diaria de gente común y corriente.
El capítulo Consejos y Recuerdos contiene diálogos con las monjas del convento. En cierta ocasión, por ejemplo, una religiosa llegó a pedirle consejo sobre cómo evitar su manía de llorar por nada. La santa le dijo que recolectara sus lágrimas en una concha, pero evitando que se derramaran. La monja comprendió, después de la muerte de Teresita, la llana sabiduría del consejo. Al llorar, e intentar pasar de una mejilla a la otra la concha, las lágrimas se derramaban irremediablemente, provocándole estallidos de risa, al notar lo ridículo de la situación.
Pétalos de rosa en su lecho de muerte
Teresita fue una chica enfermiza. Sufría constantes dolores de cabeza y vomitaba sangre. El diagnóstico: tuberculosis. En los dos últimos años de su vida, se enfrentó a la enfermedad con valentía y paciencia. Apenas podía moverse y le costaba desvestirse, pero ella no perdía el buen humor.
En cierta oportunidad le preguntaron ¿Cuáles son sus días más felices, hermanita? Y ella contestó: Cuando Dios me pone más a prueba. Los dolores de la Tuberculosis no apagaron su sonrisa. Murió el 30 de septiembre de 1897, con apenas 24 años.
La víspera de su muerte, la santa lanzó profecías sorprendentes: Después de mi muerte, haré caer una lluvia de rosas; Sé que el mundo me amará; Cuando me necesiten, invóquenme bajo el nombre de Teresita. Poco tiempo después de su muerte, obró tantos milagros que la Iglesia la declaró beata, y unos años más tarde, la elevó a los altares.
Lissieux se volvió sitio de peregrinación. La iglesia francesa levantó una basílica en su honor. Las profecías empezaron a cumplirse: favores, curas milagrosas, prodigios. No faltó quien recolectara los pétalos de rosa con los que Teresita acariciaba su crucifijo, atribuyéndoles milagros. Guárdenlos, porque obrarán mucho bien, dijo refiriéndose a los pétalos deshojados que resbalaban y caían de su lecho de moribunda.
Con justa razón, Santa Teresita es amada hasta en el mundo musulmán. En El Cairo, Egipto, se construyó un templo dedicado “a la santita de Alá”.
En Francia destaca la basílica, en Lissieux, la única construcción alcanzada por una bomba, que no estalló, durante la Segunda Guerra Mundial.
Teresita, como la llama y la clama el mundo, es según sus biógrafos “una gota de miel sobre la impenitencia del mundo moderno”.
*Publicado en Revista Domingo el 5 de octubre de 1997